La costumbre en los 40 años de democracia era acercarse lo más posible al consenso entre los sectores influyentes de la vida del país –el gobierno central y los gobiernos locales, los partidos políticos, los empresarios, los trabajadores, la Iglesia Católica, los militares, la Academia y el Magisterio–. Las generaciones que discurrieron entre 1928 y 1958  contribuyeron poderosamente a la construcción de un país que fue política, económica y socialmente viable; hubo errores de ejecución y de conducta, fallas del sistema, excesos acometidos por algunos sectores en perjuicio de otros con iguales derechos, marchas y contramarchas en la acción pública de los gobiernos republicanos, pero en síntesis y a pesar de todo ello pudieron labrarse oportunidades aprovechables por los diversos actores de la sociedad nacional. Venezuela seguía siendo en 1999 un país de posibilidades.

Sin fundamento sostienen algunos que la obra pública ejecutada en tiempos de Pérez Jiménez es la más descollante en perspectiva histórica; nada más inexacto, en la medida que las obras de gobiernos democráticos a partir de 1958, gozan igualmente de enorme significado en términos del desarrollo económico y cultural en casi todos los ámbitos de actividad pública y privada. Contrasta lo apuntado con la inexistencia de ejecuciones relevantes en las últimas dos décadas signadas fundamentalmente por el dispendio de la renta petrolera; todo o casi todo se gastó en política local, regional y especialmente extendida a otros espacios geográficos distantes de Occidente –nuestro ámbito histórico y además natural, sin que ello sea óbice para el establecimiento de relaciones comerciales con nuevos mercados–, en subsidios y dádivas insostenibles en el largo plazo, en adquisiciones de activos que terminarían arruinados por una mala gestión administrativa. Es obvio que durante este período de veinte largos años de desencuentros y desaciertos, no hay prácticamente nada que reportar en materia de infraestructuras públicas ni de inversiones reproductivas que hayan sido exitosas.

La solución al inventario de problemas y carencias de vuelta del siglo XX –entre ellos la reforma constitucional que los partidos políticos dominantes decidieron mantener en suspenso– no era en modo alguno destruir la institucionalidad democrática, tampoco poner en marcha unas políticas sustentadas en la merma violenta del erario público y la destrucción de valor en todos los sectores de la producción a escala nacional. No era apropiado trastocar las buenas costumbres, ni dar rienda suelta a los afanados de la riqueza fácil, a los “logreros, buscones y pícaros de toda laya” de quienes hablaba Uslar Pietri en el Congreso de la República. El régimen desplazó a los verdaderos emprendedores en beneficio de causas arteras e ineptas para la creación de verdadera prosperidad.

Siempre se dijo que el gobierno nacional no debía enfrentarse abusivamente a los empresarios, a los trabajadores, a la Iglesia Católica ni a los Estados Unidos de Norteamérica; el cuidado de las formas, la mesura, honestidad e inteligencia en el obrar, siguen siendo en todo momento actitudes recomendables para quienes ejercen la función pública. En sus inicios, el régimen sostuvo un mínimo de prudencia en el manejo de las relaciones con centros de poder que comenzaban a cuestionar sus deliberados propósitos.

Se cometieron errores de ambos lados, hubo torpezas incluso expresadas en un fallido golpe de Estado opositor, en la posterior huida hacia adelante del régimen que se creyó –erróneamente– dueño de la verdad y del país. Aquella supuesta desmitificación del poder público de la que hablaba José Vicente Rangel con tan cínico encomio solo sirvió para destruir la confianza y la sana convivencia entre venezolanos, tanto como las buenas relaciones con los países amigos. Y así hemos llegado al gran desastre del que no vamos a poder salir sin echar las bases de un verdadero consenso nacional.

Ni la oposición política derivada en grupos a veces antagónicos, ni el partido de gobierno igualmente fracturado en sus posturas disímiles –unos a favor del entendimiento y otros negados a aceptar la existencia misma y dignidad del contrario– podrán estabilizar el país sin el concurso activo de los demás factores de opinión y de influencia o poder relativo a escala local y nacional. La respuesta a la postura excluyente de la oposición por parte del régimen no puede ser la anulación del chavismo como proyecto político. Y aquí cabe la pregunta que siempre nos hacemos: ¿cuál chavismo? Obviamente el que creyó de buena fe en los postulados del socialismo del siglo XXI, aquel que más allá de la diatriba política sí reconoce a los partidos de oposición y demás factores que sostienen vías alternativas para el manejo de los asuntos públicos.

Lo anterior se reafirma en tanto y en cuanto el gobierno es por sí solo incapaz de resolver los problemas que agobian a la sociedad venezolana. Bajo el actual estado de cosas –la confrontación social y política llevada a extremos inadmisibles–, el gobierno no podrá restablecer la plena confianza de los agentes económicos, menos aún reestructurar deuda externa de plazo vencido, tampoco crear las condiciones exigidas para el levantamiento de las sanciones impuestas por Estados Unidos y otros países de la región y de Europa. No habrá mínimo estímulo a la inversión extranjera, indispensable para reactivar los sectores de la producción nacional y en particular de la industria de los hidrocarburos; igual puede decirse de los servicios públicos, urgidos de capital, nuevas tecnologías y sobre todo gerencia profesional. Solo el consenso de que venimos hablando, aunado con la reinstitucionalización del país y el restablecimiento pleno de la democracia, hará posible el desenlace de la crisis que nos asfixia y permitirá la instrumentación de correctivos idóneos a los asuntos mencionados.

El gran acuerdo nacional deberá producirse por el consentimiento expreso y sincero entre todos los grupos de pensamiento y acción, naturalmente bajo premisas de mutuo respeto y reconocimimiento del contrario y sobre todo de las minorías. Un gobierno democráticamente electo está habilitado para instrumentar políticas públicas con arreglo a sus propias ideas, sin que ello le acredite para arrinconar a quienes civilizadamente sostengan pensamientos contrarios. Lo que hemos visto en la Venezuela de las últimas dos décadas ha sido la práctica más antidemocrática e incivil que pudiera concebirse en cualquier circunstancia.

Venezuela quiere recuperar la paz pública y las posibilidades de encauzarse hacia senderos de bienestar para todos sus ciudadanos. ¡Paz!, ¡paz!, ¡paz!, como decía don Miguel de Unamuno, pero que sea “…sobre el triunfo de la sinceridad, sobre la derrota de la mentira…”. La paz que deriva de la comprensión humana –la que nos hace pensar en los demás, sin marcar diferencias inaceptables– y de la superación de todo resentimiento, aquella que asegura el cese de las confrontaciones estériles en beneficio de quienes quieren vivir, trabajar y prosperar honradamente.


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