Entre el ruido de las acciones bélicas de los últimos días en el este de Europa, un par de noticias, provenientes de sitios distintos sobre asuntos aparentemente no vinculados, provocan reflexiones acerca del propósito de quienes proponen cambios profundos en las sociedades de nuestro tiempo. En París el Centro Louis Vuitton informó que la exposición de la extraordinaria colección de Iván Morozov se prolongará por un tiempo más; y en Caracas se conoció que el edificio y bienes del diario El Nacional  habían sido atribuidos en subasta judicial a uno de los jefes militares del régimen en el poder en Venezuela.

Las grandes revoluciones de los tiempos modernos se han hecho –por lo menos teóricamente– para mejorar la suerte de los pueblos. Lo proclamaron así algunos de sus documentos esenciales. El Acta de Independencia de Estados Unidos (1786), la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) y la Declaración de los Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado del Soviet de Moscú (1918) afirman tal aspiración (aunque la expresión tenía una significación diferente en cada caso). No se trataba, pues, de cambiar el estado de cosas existente para imponer el derecho de una persona, familia o grupo social a ejercer el poder; sino que más bien se pretendía actuar en favor del conjunto de miembros de la comunidad, como lo habían hecho (aunque con limitaciones) los fundadores de la democracia griega o los reformadores de la república romana.

Uno de los mecanismos utilizados para mejorar las condiciones de vida de la población ha sido el de la distribución de la riqueza de aquellos que más tienen. Ha sido práctica impuesta a lo largo de los siglos por los vencedores de los conflictos internos. También, con tal objeto se confiscan los bienes de los más ricos para entregarlos al Estado a fin de ponerlos a producir en beneficio del común. Por supuesto, tal intención no se ha cumplido sino en muy pocos casos. La razón es simple: quienes administran las empresas públicas no tienen ningún interés personal en obtener los mayores rendimientos. El fenómeno se ha observado en todos los países. Por eso, las nuevas tendencias dentro del pensamiento socialista se inclinan por mantener y garantizar la propiedad privada sujetándola a obligaciones sociales, lo que desde hace tiempo proponían las cartas pontificias sobre lo que se llamó “la cuestión social”.

Durante la Revolución francesa la nueva República se apropió de los bienes del reino (y sus monarcas) y de otras instituciones y personas. Pasaron a ser del dominio público. Tal sucedió con el Palacio del Louvre, que ya albergaba los tesoros artísticos de los monarcas, y cuyas galerías se abrieron al común en agosto de 1793, por decisión de la Asamblea Nacional. Algo similar ocurrió durante la Revolución rusa, cuyos dirigentes trataron de resguardar la integridad del patrimonio cultural, lo que no siempre consiguieron. En realidad, se pudo conservar buena parte del mismo. Es el caso de las colecciones de los empresarios Serguei Chtchoukine (1854-1936) e Iván Morozov (1871-1921), entre las mejores del mundo. No se adjudicaron en propiedad a algún “kommissar” ni se vendieron en Occidente como se intentó. Confiscadas por el Consejo de Comisarios del Pueblo en 1918 dieron origen a los primeros museos de arte moderno. Clausurados por Stalin en 1948, las obras fueron distribuidas entre institutos de San Petersburgo y Moscú.

En Venezuela, a la muerte del presidente Juan Vicente Gómez en 1935, sus bienes fueron confiscados a favor de la Nación por acuerdo del Congreso Nacional (19 de agosto de 1936). Su valor se calculó en 100 millones de bolívares (o 32,36 millones de dólares al cambio de entonces), sin incluir objetos personales, joyas, morocotas y cuentas bancarias. No fueron afectados los de sus familiares inmediatos. Los bienes confiscados, reseñados en varios documentos oficiales, comprendían casas, fundos y haciendas, lotes de terreno, fábricas, concesiones, medios de transporte, etc. Estaban distribuidos por todo el país, pero principalmente en Aragua (450 casas, 70 fundos y 160 haciendas) y el Distrito Federal. Aunque gran parte de esos bienes quedaron abandonados y más tarde pasaron a particulares, muchos sirvieron a diversos servicios o para la construcción de obras públicas.

Sin embargo, no solo se confisca para transferir al Estado bienes particulares que pueden servir a toda la población sino también para entregarlos a personas o grupos privados. Fue práctica permanente en la Alemania nacional-socialista, sobre todo después de la noche de los cristales rotos. En realidad, su régimen permitió en los territorios que llegó a dominar el saqueo de las pertenencias de los judíos y otras minorías, así como de opositores. Incluso, una Ordenanza de 1943 dispuso que “la propiedad de un judío será confiscada después de su muerte». Durante la guerra, aquella actividad depredadora adquirió enorme importancia para surtir los mercados y atender sus demandas y se utilizó como instrumento para conseguir riquezas para los jerarcas del nazismo. Según informes oficiales se tradujo en millones de toneladas de objetos (y obras de arte de valor inapreciable), muchos trasladados desde sitios lejanos en miles de vagones de carga.

Durante las últimas “revoluciones” –especialmente en el mundo subdesarrollado– pareciera que el interés último sea el beneficio particular, más que el bienestar de los pueblos. En unos casos, se pretende el disfrute del poder. Tal se desprende de las fórmulas que se inventan para asegurar a los jefes revolucionarios una larga permanencia en el mando. Por eso se permite su reelección indefinida, como si no existiera ningún otro individuo capaz de asumir la conducción del proceso. En otros, se busca ante todo el enriquecimiento personal o familiar. Antes negada (aunque siempre conocida) la riqueza de los dirigentes, más bien se exhibe con descaro. Pareciera que se impone en la política la costumbre primitiva de atribuir al vencedor no sólo el poder que detentaba el vencido (lo que incluía un territorio y la población que lo ocupaba), sino las personas de su entorno y los bienes de su propiedad.

El “proceso bolivariano” de Venezuela no ha escapado a esa práctica de los “revolucionarios” de nuestra época. Aunque surgió, según sus promotores, para poner fin al despilfarro de los recursos y a la corrupción de las cúpulas partidistas y los altos funcionarios, desde sus inicios se manifestaron entre los nuevos dirigentes los vicios mencionados. Muy rápido esas prácticas –de una magnitud hasta entonces desconocida–  invadieron todos los niveles. Ha quedado comprobado en la escandalosa acumulación de riqueza de la exfamilia presidencial y en los juicios realizados en países extranjeros. El día 16 del pasado febrero el antiguo tesorero nacional (antes guardaespaldas de Hugo Chávez) abandonó su prisión en Pensilvania después de declararse culpable (por lavado de más de 1.000 millones de dólares), cumplir una condena reducida y entregar más de 260 millones en efectivo y bienes. Otros casos como ese están en curso.

Días antes, el 27 de enero, en cumplimiento de decisión del Tribunal Supremo de Justicia, tras subasta “pública” (de la que nadie se enteró) una jueza entregó el edificio de El Nacional (y los lotes de terreno correspondientes) a Diosdado Cabello (segundo en la jerarquía oficial). Todo comenzó cuando el periódico, propiedad de Miguel Henrique Otero, compartió información de The Wall Street Journal (Nueva York) y ABC (Madrid) sobre presuntas actividades ilícitas del funcionario mencionado. Este demandó al editor por daños y perjuicios morales por difamación. En 2018 el tribunal de la causa le acordó una indemnización de 1.000 millones de bolívares (o 12.500 dólares), que en 2021 el TSJ elevó a 237.000 petros (o 13,4 millones de dólares). Entretanto, en diciembre de 2018 el diario, sometido a restricciones y amenazas tremendas, dejó de circular en formato impreso (como lo hacía desde el 3 de agosto de 1943). Todavía se mantiene como medio digital. Debe recordarse que en 2007 los equipos de RCTV fueron confiscados, luego de vencerse la concesión otorgada a la planta.

Estamos lejos, pues, de los objetivos de los movimientos revolucionarios de los tres siglos anteriores de los que surgió la sociedad moderna. A ratos parecen olvidados aquellos intentos de transformar al mundo. Mientras los pueblos tratan de solucionar los problemas que los afectan, los dirigentes buscan acumular riquezas. Y a pesar de los esfuerzos de pensadores y juristas aún se impone, con frecuencia, la fuerza por sobre la norma. El camino es largo y se emprende cada día. Como lo recordaba El Nacional en cada aniversario en verso de Antonio Machado: Caminante no hay camino / se hace camino al andar.

* Catedrático de la Universidad de los Andes


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!