Entre los perniciosos hábitos que se han vuelto costumbre en la Venezuela de estos tiempos está la concepción de la política como una guerra, como un enfrentamiento, como una confrontación entre irreconciliables donde, para que unos ganen, tiene que haber perdedores en otro bando.

Estamos hablando de una óptica que ha hecho un profundo daño a la percepción que tenemos de nosotros mismos como sociedad. La existencia de un “ellos” y un “nosotros”, con la evidente existencia de una grieta que nos separa, ha crispado el día a día y la cotidianidad de nuestros ciudadanos desde hace un tiempo para acá.

Este modo de ver la vida ha hecho mucho por alejarnos de la proverbial bonhomía y cordialidad nacional. Una atmósfera de precaución y desconfianza está ahora presente en los intercambios habituales.

Adicionalmente, estos hábitos perniciosos no solamente son un ruido en la comunicación de la gente, sino también en la dirigencia que debería dar ejemplo.

El deterioro de la altura en el lenguaje político se ha podido ver en el recalentamiento del asunto durante las últimas semanas en el país. Y ojo, por supuesto que el debate es una situación que celebramos, ya que volvemos a tomar interés en la discusión sobre cómo encauzar a nuestra patria en su porvenir.

Sin embargo, el tono y el modo dejan mucho que desear. Descalificación, insulto, vocabulario subido de tono y echar mano a asuntos personales que no vienen al caso, deberían ser herramientas que queden fuera de la discusión.

Lo más triste es que esta conducta nos aleja a unos de otros, divide familias, aleja amistades y, al final, termina encerrando a unos y otros en “burbujas” donde se juntan solamente con quienes piensan de manera similar.

Esta es la manera perfecta de matar a la política como instrumento de cambio de las sociedades, porque si se anula el debate entre opuestos estamos inutilizando el instrumento por excelencia para el avance de las sociedades democráticas.

La pasión es bienvenida, porque significa que nos importa y que nos duele. Pero de allí a llegar por ejemplo a la calumnia y a la mentira, hay un enorme trecho.

Y no es Venezuela la única víctima de esta tendencia. En los últimos años, hemos sido testigos de una creciente división y confrontación política en muchos países. También podemos consultar lamentables episodios históricos, de lo cuales deberíamos aprender porque su cosecha es totalmente estéril, cuando no es abiertamente dolorosa.

Las diferencias ideológicas y los intereses partidistas, cuando se salen de control, terminan por llevar a una polarización paralizante, que termina teniendo un impacto significativo en la estabilidad y el progreso de las naciones que la padecen.

Recordemos que «Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma, no permanecerá», según Mateo 12:25. La división y la confrontación no son simplemente un juego de poder entre dirigentes y partidarios, sino un obstáculo real para el progreso nacional.

Quizá lo peor de estos episodios es que se sabe cuándo comienzan, pero jamás cuándo o cómo terminan. Se abre una Caja de Pandora a la manifestación de situaciones y escenarios indeseables, que pueden ir escalando hasta verdaderas tragedias nacionales, como bien lo sabemos los venezolanos de cara a lamentables episodios de nuestra historia, de los cuales deberíamos aprender para no repetirlos.

La fragmentación de la sociedad, el estancamiento político, el debilitamiento de la confianza y la imagen internacional dañada son algunas de las consecuencias que trae el nefasto hábito de ver al otro como un enemigo, de no saber anteponer el respeto y la ecuanimidad en el ejercicio de discutir el futuro y el cambio para el país en el que todos tenemos derecho de participar; pero donde jamás podemos sentirnos autorizados para insultar, ofender, o simplemente perder el sano objetivo de enfocar la discusión como un “ganar-ganar” para el país.

Toca, en escenarios así, un papel protagónico a la sociedad civil para desempeñar un rol activo en la promoción de la unidad y la cooperación. La educación, el respeto y la tolerancia hacia las diferencias, así como la participación, pueden contribuir a fortalecer la cohesión y superar las divisiones.

En momentos cruciales, como los que atraviesa actualmente Venezuela, nos toca observarnos e identificar cuándo contribuimos al debate constructivo y cuándo no.

En este último caso, debemos tener la responsabilidad para con nosotros mismos, para con los nuestros y para con el país, de frenar en seco cuando caigamos en la trampa de la confrontación estéril.

Este es el tipo de situaciones en las que el cambio ciudadano termina por imponer el tono y el camino a la dirigencia.


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