“El que se niegue a obedecer a la voluntad general

será obligado a ello por todo el cuerpo”.

J. J. Rousseau, El contrato social

Foto: VTV

Según afirma Hegel, para comprender qué tipo de relación aparece (erscheinen) en la realidad, es necesario captar el sentido y significado de las ideas y valores que han surgido a lo largo de la historia de un determinado pueblo, a partir del estudio de las características específicas de la formación de sus diversas etapas histórico-culturales, considerándolas en relación con todas las esferas de la vida social: “la religión de un pueblo, sus leyes, su moralidad, el estado de las ciencias, de las artes, de las relaciones jurídicas, el resto de sus aptitudes, su industria, el modo como satisface sus necesidades materiales, todos sus destinos y sus relaciones de paz y de guerra con sus vecinos; todo esto se halla en la más íntima relación.. Lo que importa es determinar qué tipo de relación se da en la realidad”.

Claro que para los analfabetas funcionales –se vistan de uniforme o con finísima seda– la afirmación de Hegel no resulta importante. Son los que, por su misma ignorancia, suelen definirse como partidarios  o del “materialismo” cubano o del empirismo “lógico” sureño –¡esas copias de malas copias!–, sin percatarse de que semejantes inclinaciones ideológicas ya están, de hecho, contenidas en la premisa principal de la proposición hegeliana. Creen que, viniendo de un idealista que –afirman– nada sabe de “lo concreto”, la frase carece de toda importancia y de todo valor. Es como un “bolívar fuerte” lanzado al viento. Como si lo que con-crece –precisamente, lo con-creto– fuese un ladrillo y no una idea.

En todo caso, el corso e ricorso de la historia –la real y concreta– ha terminado por conducir a Venezuela, una vez más, a las Memorias de la decadencia descritas por Pocaterra, y con ella al más elevado estadio de su pobreza espiritual. Por lo cual, resulta comprensible que una sociedad que con el paso de los años fue perdiendo sus virtudes públicas terminara reflejándose, primero, en un mediocre y resentido golpista –aciago recuerdo el de haber presenciado a centenares de niños disfrazados de “paracaidistas” del 4F–, y luego, ya en plena instauración del gansterato, en la camarilla presidida nada menos que por el modelo platónico de la estulticia, un tonto útil al servicio de los intereses del narco-tráfico y el terrorismo internacionales. No hay inocencia alguna en este desastre. La ignorancia no es excusa para la inocencia. Sobre todo cuando los “negocios” se colocan muy por encima del bienestar del Ethos.

Plenos de “conocimientos de oídas o por vaga experiencia”, es imposible cumplir con la sagrada función de administrar los intereses de un Estado. Que a un mandatario le dé lo mismo un mentón que una pierna, que afirme -con cara y tono de especialista en epidemiología- que ha llegado el momento de ponerse la mascarilla correctamente, “desde la nariz hasta la pantorrilla”, no es una frase suelta, ni un lapsus calami lapsus brutis, se acostumbraba decir jocosamente en la Venezuela de los tiempos de la imaginación productiva. Tampoco se trata de un descuido retórico. Se trata de la confirmación de una falla sísmica, causada por la acumulación de la inmundicia, de la podredumbre que, más que una amenaza a la salubridad pública, es el anuncio “concreto” –o como dirían Leopoldo y Guaidó, “claro”– de la catástrofe que ya se vive. No cabe burla acá. Solo cabe indignación. La falla en cuestión ha ido creciendo y ensanchándose durante todos estos años, sin prisa pero sin pausa, y es la fiel expresión de la condición actual de una sociedad absolutamente descompuesta. El único Estado que existe en Venezuela es el de la más absoluta descomposición. La putrefacción del lenguaje confirma la corrupción del Espíritu y, con él, del ser social. No se trata de un problema “moral”, atribuible a tres o cuatro capitostes, responsables directos del desastre. Se trata de un asunto objetivo, de estructura, de dimensiones sustanciales.

Es el problema de las “visiones” que se concentran en las ideologías, de las cuales, por cierto, conviene advertir que comportan mucho más que una simple afinidad de perspectivas, como si se tratara de ser un fiel y consecuente fanático “magallanero” o “caraquista”. Consiste en la concentración de esfuerzos en la mera expiación hacia lo externo. Es la manifiesta incapacidad de poder explicar de modo inmanente, y a partir de las bases mismas de la estructura de la sociedad, el contenido de sus representaciones religiosas, éticas, estéticas y, a fin de cuentas, culturales. Los prejuicios ideológicos impulsan a desestimarlos como meros errores de apreciación que es mejor vaciar en el cajón de la “falsa conciencia”, dado que no se adecúan a los “niveles” de exigencia de los “marcos teóricos, científicos, tecnológicos o metodológicos”. Y así, se trata, según estos criterios, de una falsa hipótesis, que no es culpa del “enfoque científico” sino, en todo caso, del error de algún investigador atrevido o descuidado. Craso error. Quienes exigen no permitir la ideologización de la educación no se imaginan cuán ideológica es su exigencia. Los mismos docentes que protestan contra la ideología que se pretende imponer se reúnen, junto con los padres, representantes y alumnos, para celebrar el día de “la resistencia indígena”. Se comprenderá, entonces, cómo fue posible el hecho de que en las universidades nacionales comenzaran a proliferar los pequeños gansters de ayer, devenidos capos de la corrupción y el crimen organizado de hoy, incluyendo a los “alacranes” y a unos cuantos “pájaros bravos”. Detrás del “presidente obrero” hay un discurso, una “Weltanschauung” común que es mucho más que la ridícula sugerencia de ponerse la mascarilla en la pantorrilla. Es un cáncer de proporciones inusitadas. El mal que anuncia la muerte del Espíritu del país que fue y que con no pocas dificultades podrá -si se pone el debido empeño- lograr volver a ser.

 


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