El Manifiesto comunista de 1847 termina con notas triunfales: “Las clases dominantes pueden temblar ante una Revolución Comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen en cambio, un mundo que ganar”. Con la unión insurgente del proletariado frente a la propiedad en cualquiera de sus formas se abrirían las puertas a una nueva sociedad, igualitaria, compartida.

Marx y Engel generaron entusiasmos y sueños. La historia se encargaría de demoler ilusiones humanistas generadas sobre las frágiles bases de un materialismo sin horizontes trascendentes, tejido por pecadores mortales. Lenin y Stalin trataron de plasmarlo en modelos dominadores y junto a sistemas ulteriores como el maoísmo pararon en genocidios. La cuestión clave de la eliminación de la propiedad, no se podía identificar con la de los pecados capitales. Reediciones como el socialismo del siglo XXI tratan de maquillar otros intentos, pero inevitablemente llevan a nuevas frustraciones.

Una voz de alerta y denuncia desde el seno del socialismo real, que, sin abjurar del marxismo, puso de relieve la tragedia comunista, fue la del yugoeslavo Milovan Djilas, centralmente con su obra La nueva clase (1957). Él vivió desde bien adentro el proceso, siendo hasta lugarteniente del mariscal Tito y se lo ha calificado como “el primer disidente de Europa del Este”. Por ese tiempo, en una Italia con el Partido Comunista más fuerte fuera de la URSS, percibí la inevitable gran repercusión del libro. Djilas subrayó en dos platos la constante en los regímenes comunistas: el grupo de militantes que llegan al poder, y de incendiarios se convierten en una nueva élite de burócratas, integrada por familiares, amigos y advenedizos aprovechadores, monopolizadores ahora del poder. ¿Resultado? Una original burocracia, con todos los privilegios y administrando como cosa propia la res publica. Cristalizaba así una Nomenklatura dueña y señora del Estado. Los medios de producción resultaban manejados por la nueva clase social, con el completo dominio económico, político y cultural del país. Todo esto entrañaba la traición a la clase obrera, que continuaba sometida, en espera de su liberación. A propósito de esto, recuerdo que una vez hablando con un colega mexicano acerca de las revoluciones en ese país hermano, me dijo con su buen humor: “Ovidio, no hay nada más peligroso que un mexicano detrás de un escritorio”.

En Venezuela las inagotables ofertas fantasiosas del socialismo del siglo XXI han cristalizado en un régimen omnidestructor, sostenido fundamentalmente por fuerza armada, corrupto, colonizado por el régimen castrocubano, monopólico, represor a través de instrumentos como la DGCIM, el Sebin, la PNB, la GNB, la FAES y procedimientos como el amedrentamiento y las torturas. Gobierna una “nueva clase” que quiere eternizarse en el poder y promueve el “culto a la personalidad”.

Una bandera que exhibe el régimen comunista es la comunal. Se encamina a constituir un Estado comunal, estructurando la nación en comunas. Estas serían las células originarias de participación popular. Valgan a continuación algunas observaciones sobre tal proceso.

El término comunal evoca comunidad. Ahora bien, esta, en sentido auténtico, significa encuentro de personas, oponiéndose así a simple masa o agregado humanos; implica, en efecto, protagonistas con inteligencia y voluntad en asociación libre y liberadora. No hay, por tanto, comunidad sin personas, es decir, sin sujetos libres y conscientes, llamados a desarrollarse y perfeccionarse en interrelación, corresponsabilidad, diálogo, comunicación, comunión. La comunidad es encuentro de rostros concretos, de miradas, respecto de lo cual el filósofo Emmanuel Lévinas ha hecho hondos aportes.

El socialismo del siglo XXI con su Estado comunal busca asegurar su dominio a través de la agrupación forzada de individuos en comunas que se enlazan como correas de transmisión de un poder central, oficial. El sistema totalitario encadena para el completo control de la ciudadanía.

El comunismo (y el socialismo del siglo XXI se inscribe en esta línea) es, en realidad, estatismo. No es gobierno de y desde las comunidades, poder popular, sino manipulación de la ciudadanía ejercida por una nueva clase, élite hegemónica totalitaria.

 

 


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