El país vecino ha sido históricamente uno de los aliados militares más importantes de  Estados Unidos en la región, si no el mayor. Cabe entonces preguntarse cuál rol estará llamado a desempeñar Bogotá en la ofensiva que Estados Unidos tiene preparada para desactivar el terrorismo y el narcotráfico en la zona, lo que, además, tiene una relación directa con la desactivación del régimen usurpador de Nicolás Maduro en Venezuela.

La historia colombiana tiene mucho que enseñarnos en este terreno. A lo largo de la primera y la segunda década de este siglo, los presidentes Bill Clinton y George Bush ya habían hecho entrar dentro de sus prioridades militares regionales el seguimiento detallado de la dinámica de los eventos vinculados con terrorismo y droga en el país colombiano. Ello obedecía a la percepción en el norte de que ambos temas afectaban la seguridad regional. Les inquietaba particularmente la manera en que tales distorsiones les amenazaban de manera directa.

El presidente Andrés Pastrana desde 1998 propició un acercamiento hacia la paz con las FARC, para lo cual desmilitarizó El Caguán, una región del tamaño de Suiza.

Washington anticipó lo que ocurriría en esa zona, santuario tradicional de las FARC. La guerrilla utilizó la libertad de que disponía para fortalecer su capacidad de fuego y de manejo, por la fuerza, de la población no urbana y, al propio tiempo, se hicieron fuertes en el negocio paralelo de la droga. Estados Unidos, por su lado, se involucró discreta pero eficientemente, en robustecer las Fuerzas Armadas del país colombiano en otras de sus regiones gracias a acuerdos gubernamentales de cooperación.

De entonces a esta parte la presencia militar de Estados Unidos en territorio colombiano ha sido una constante. Se ha hablado de unas 7 bases militares en el territorio neogranadino y otras tantas cuasi bases. La realidad reseñada por la prensa es que en 2012 la Fuerza Aérea gringa disponía de 51 edificios propios más 24 propiedades arrendadas, desde las cuales apoyaba a los gobiernos de turno. La ofensiva militar orquestada por Álvaro Uribe dentro de su política de seguridad democrática se apoyó en la colaboración con la inteligencia militar gringa e israelí.

Para el momento en que se dieron las conversaciones de paz entre los insurgentes y el gobierno de Juan Manuel Santos, entre 2012 y 2016, ya era claro que un tercer elemento estaba motorizando tales actividades delictivas y desestabilizadoras de la región: era el gobierno revolucionario venezolano. Su presencia en las tratativas de La Habana fue determinante en la firma de los acuerdos de paz, aunque nadie lo reconociera abiertamente. Y lo que siguió después exigió una mayor vigilancia norteamericana sobre el territorio neogranadino: no solo las FARC siguieron actuando a su guisa sobre suelo vecino a través de un nuevo brazo conformado por su propia disidencia, sino que el ELN utilizó todo el período de Santos para hacerse de una presencia territorial muy importante en Venezuela con ayuda de agentes de la revolución bolivariana, lo que los convirtió en un eje armado muy violento y con intereses irrenunciables en el narconegocio y en la explotación y comercio del oro venezolano.

Desde el mes de septiembre del año pasado la vuelta a las armas de los terroristas de Colombia, lo que fue anunciado con gran fanfarria por parte de la disidencia de las FARC, reforzó aún más la vigilancia que Estados Unidos venía ejerciendo desde tiempos inmemoriales sobre las actuaciones de los alzados en armas.

Y así llegamos al momento actual. La lupa militar que Norteamérica ha sostenido sobre el eje colombo venezolano le ha permitido conocer en profundidad la realidad binacional, manejar información privilegiada y armar el muñeco que acaban de ponernos en frente para justificar el bloqueo de Venezuela.

Para el momento presente, en que ya el propio mandatario de Estados Unidos es quien ha anunciado de viva voz una ofensiva estratégica contra el gobierno usurpador de Nicolás Maduro y se autoriza una movilización sin precedentes hacia las aguas caribeñas por parte de la armada norteamericana, toca preguntarse cuánto colaborará o si colaborará Colombia en el desarrollo de las iniciativas de corte militar que se emprendan en la región.

Para poder hacer causa común en lo militar con Estados Unidos, Colombia requiere de una autorización del Congreso. En ese terreno están atados de manos, pero eso no ha impedido que le otorguen soporte a la propuesta estadounidense consistente en darle paso a una salida democrática para el país que involucre a todas las fuerzas políticas.

¿Colaborará Bogotá en el caso de que las acciones militares se acentúen? La verdad es que no importa. Su parte del trabajo ya está hecho. Es de la interacción y de la colaboración con todos los pasados gobiernos colombianos que la Fiscalía norteamericana ha podido iniciar un proceso de un peso decisivo en la eyección del actual régimen usurpador en Venezuela.


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