No hablo con nostalgia, sino constatando un hecho. Los tiempos en que los tiranos latinoamericanos debían cuidar sus espaldas terminaron. Ya no hay revoluciones libertarias ni complots homicidas como los que acabaron con el cubano Batista, el peruano Sánchez Cerro o el dominicano Rafael Leónidas Trujillo. Tampoco hay poetas mártires dispuestos a inmolarse, como hizo el nicaragüense Ricardo López Pérez para acabar con la vida de un Somoza, ni turbulentas sublevaciones populares que expresen su hartazgo linchando a sus dictadores, fatal postrimería con la que se topó el ecuatoriano Eloy Alfaro. Las intervenciones militares estadounidenses también son cosa del pasado, y ya ni siquiera vemos traiciones de espadones –incluso de familiares– ansiosos por ocupar el lugar de un Stroessner, un Velasco Alvarado, un Ríos Montt. De nada sirven las condenas internacionales o las huelgas generales, que son repelidas con metralla y muertos, e impunemente olvidadas. Las sanciones económicas tampoco hacen efecto; más bien fomentan el victimismo y justifican los fracasos, y ningún tirano somete su mandato a referendo o intenta jubilarse en algún país lejano, como quiso hacer Fujimori en Japón, pues sus crímenes ya no prescriben. En definitiva, sabemos cómo se degradan y corrompen las democracias –lo vemos a diario–, pero no tenemos ni idea de cómo luchar contra los autoritarismos.

Y urge pensar en algo porque este año Venezuela se juega su futuro. Nicolás Maduro aún no se resigna del todo, como sí hicieron Daniel Ortega y Miguel Díaz-Canel, a engrosar la triste camada de déspotas caribeños, y mantiene abiertas negociaciones para organizar unas elecciones libres. Pero los incentivos que tiene para cumplir con las reglas democráticas son mínimos. Las encuestas pronostican que, enfrentándose a María Corina Machado, perdería estrepitosamente y tendría que entregar el único lugar donde no se siente vulnerable. La pregunta que se abre es evidente. ¿Por qué habría de hacerlo, si con el Ejército comprado, los jueces cooptados y una población vulnerable, siempre susceptible de ser encarcelada e intimidada, está a salvo del escrutinio de los tribunales? Maduro jamás dejará la presidencia a menos que se le garantice un futuro que no suponga cárcel ni sanciones, y sólo si advierte que su destino a corto plazo, de seguir en el poder, se le enredará gravemente. Lo peliagudo es despejar esas dos variables. ¿Qué salida pueden tener Maduro y sus cómplices? Y ¿qué presiones o amenazas pueden convencerlo de que acepte un relevo en el gobierno? Lo que antes se resolvía con alguno de los métodos arriba descritos, hoy demanda estrategias nuevas. Pero los demócratas ni siquiera nos planteamos la pregunta. Estamos paralizados frente a los autoritarismos, carecemos de ideas o estrategias que frenen los abusos de poder. Mientras tanto, en Venezuela o Nicaragua, también en Rusia o Irán, a quienes defienden la libertad sólo les queda irse o resignarse o pagar muy caro las consecuencias de su desafío.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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