¿Qué fue lo que pasó en Perú? ¿Cómo se le llama? Cada quien le pone nombre a su gusto. Es lo que ocurre en una región –y un mundo– donde cada vez se respetan menos la esencia y los fundamentos del sistema democrático y donde desarrollar la actividad política en casos constituye una de las aventuras más peligrosas y en otros es una forma de conseguir patente de corso y garantías de impunidad total.

Para el presidente Martín Alberto Vizcarra Cornejo, que en marzo del año pasado sustituyó en el cargo al renunciante presidente Pedro Pablo Kuczynski y que acaba de disolver el Parlamento con llamado a elecciones legislativas el 26 de enero próximo para constituir un nuevo congreso, se trata de la aplicación de una norma constitucional prevista para situaciones extremas .

Para los congresistas disueltos es un golpe de Estado. Se les ha prohibido el ingreso a la sede legislativa donde soldados operan como porteros y hay entrada libre para turistas y visitantes pero no para quienes fueron elegidos por los ciudadanos. La izquierda, con poco protagonismo pero que crece, no dice nada: le conviene el llamado a elecciones.

La OEA, que no quiere apurarse ni meterse, dice que es un problema interno y que debe resolverlo el Supremo Tribunal Constitucional y que está bien que se llame a elecciones.

La renunciante vicepresidente Mercedes Aráoz, por unas horas designada presidente por el disuelto Parlamento, dice que “ha sido roto el orden institucional” y que hay que llamar a elecciones generales (de legisladores y de presidente).

Las encuestas dicen que 70% de la población está de acuerdo con Vizcarra. ¿Y? El deterioro democrático, precisamente, se debe a que hay quienes gobiernan en función de lo que dicen las encuestas, las que solo se limitan a reflejar la opinión pública en un momento determinado y que además erran mucho. Y cada vez fallan más.

El hecho es que Vizcarra tomó el control total del poder con el apoyo de las Fuerzas Armadas y la policía que es, efectivamente, el respaldo que sirve más. Respetó, por ahora, la vigencia de una comisión permanente legislativa de 27 miembros con mayoría opositora (18). Hay un hecho que destacar, sí, que es decisivo y que marca y define: todas las libertades siguen vigentes, en especial las de expresión, de prensa y de reunión. Sin duda, esto hace una diferencia.

El Parlamento es cierto que estaba muy desprestigiado, pero sus miembros fueron democrática y libremente electos. También es un hecho. En cuanto al Tribunal Constitucional, mentado por la OEA, no es muy confiable: se iban a nombrar algunos nuevos miembros por parte del Parlamento, de acuerdo con las normas legales y eso fue lo que no gustó y decidió a Vizcarra. Tomó la vía de la disolución de un Parlamento opositor, que legalmente iba a conformar un tribunal opositor. Todo muy difícil de atar.

El problema en Perú, uno de los países con mejor performance económica en los últimos quince años, es de falta de legitimidad del poder político. Legitimidad, esa cosa que –parafraseando  a Saint Exupéry– es “invisible para los ojos” pero es esencial. Todos los ex presidentes posteriores a Fujimori están presos o enjuiciados –uno se suicidó–, más la líder de la oposición, Keiko Fujimori, hija mayor del ex dictador Alberto Fujimori, entre otros varios jerarcas públicos más.

Vizcarra, que era embajador en Canadá –figuraba como vicepresidente, cargo que en Perú no tiene función ni sueldo– sustituyó a PPK con el visto bueno de Keiko. La mitad de los peruanos son fujimoristas. Eso es lo que surge de las últimas elecciones del 2016. En la otra mitad hay antifujimoristas y un buen porcentaje que simplemente se inclina por otras corrientes.

Keiko logró 72 diputados para un Congreso de 130 y la apoyó 40% del electorado. Casi duplicó a Kuczynski: 39,89% contra 21,5%. Pero hubo segunda vuelta y PPK –que ganó por muy poco al izquierdista Frente Amplio (18,74%) su derecho al ballotage –le ganó a Keiko con 0,23 de ventaja: (50,11% contra 49,89%). Fue el fujimorismo contra todos. O ganaba Keiko o ganaba cualquiera. Ganó cualquiera, y he ahí el dilema.

Hoy el escenario no es el mismo que el de hace tres años. Sin duda. Pero ¿quién lo define? ¿Vizcarrra? ¿Las Fuerzas Armadas y la policía? ¿Las encuestas? Quizás tenga razón la ex vicepresidente Aráoz y la salida requiere un llamado urgente a elecciones generales. Parece un buen camino para la búsqueda de la legitimidad perdida.


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