Con el advenimiento de la democracia moderna, parece que en líneas generales, una parte importante de la humanidad ha alcanzado niveles de bienestar nunca vistos. Aun así, no podemos olvidar lo que bien planteó Winston Churchill: «La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás». Con esto quería expresar que la democracia, aunque perfectible, siempre está a una generación de distancia de extinguirse debido a las contradicciones que pueden darse en su seno. Entre los tantos problemas que aquejan a la democracia, el objeto de este artículo es explorar con brevedad cómo es exactamente que nosotros, los ciudadanos, tomamos decisiones sobre nuestro destino.

Antes de adentrarnos en el análisis, tengamos en cuenta dos premisas contextuales sobre la democracia moderna como sistema de gobierno. En primer lugar, heredamos de la antigua Grecia el concepto de que la democracia se caracteriza por ser el gobierno del pueblo para el pueblo, es decir, que la legitimidad y la soberanía residen específicamente en la mayoría cuantitativa de dicho pueblo, ya que el criterio de este nunca podrá ser unánime. De aquí proviene el temor de los antiguos de que la democracia es propensa a degenerar en la tiranía de la mayoría sobre las minorías. En segundo lugar, proveniente de los padres fundadores de los Estados Unidos, heredamos el concepto de que la única forma en que la democracia no degenera en una tiranía es si se ve circunscrita a una república. Esto quiere decir que, incluso si la legitimidad del sistema se basa en el voto popular y en el pueblo como depositario de la soberanía, dicho voto no solo es un derecho, es un deber. Es el deber de que aquellos que participan en los asuntos públicos deben tomar decisiones de forma consciente. Esto implica un estado de derecho que limite el poder de las mayorías en áreas clave para no perjudicar a las minorías.

Ahora bien, de lo anterior podemos concluir que la democracia moderna se caracteriza por basar su legitimidad en la voluntad del pueblo expresada a través del voto popular, y que tal voto debe ser diligente e incapaz de anular los derechos de las minorías. El problema aquí, en lo que respecta a la toma de decisiones, es la cuestión de preguntarse en qué porcentaje dichas decisiones se toman con genuina racionalidad, ya que estas definen el horizonte de naciones enteras.

Responder a tal pregunta en términos numéricos no es nada fácil, ya que, como en todo lo humano, no podemos ser reducidos a meras cifras. Sin embargo, podemos identificar o inferir ciertos patrones para llegar a una conclusión:

  1. La cuestión del criterio: dado que en democracia las decisiones y la representatividad las definen las mayorías, cabe preguntarnos qué tan educadas están estas últimas e igualmente qué tan informadas están sobre los problemas y sus causas. Uno podría afirmar que, en muchas instancias, el pueblo no tiene criterio sobre sus propios problemas y, por ende, menos aún sobre cómo resolverlos.
  2. La cuestión de la cultura: Andrew Breitbart dijo alguna vez que «la política se encuentra río abajo de la cultura», para significar que nuestras bases de decisión no están centradas en hechos puros, sino que, por el contrario, decidimos basados en nuestra interpretación de tales hechos. Tal interpretación se retroalimenta con el conglomerado de apreciaciones y sesgos de una cultura en un momento dado.
  3. La cuestión psicológica y estética: el Dr. Jordan Peterson llegó a afirmar que «las personas votan de acuerdo con su psicología». Esto quiere decir que cada uno de nosotros, dependiendo de la estructura de nuestra personalidad, puede considerar valiosas ciertas características de un líder sobre otras. Por ejemplo, para alguien muy comunitario y empático, un líder grandilocuente y asertivo le parecerá poco aceptable, y lo mismo aplicaría si planteáramos dichas características al revés. Además, dado que vivimos tanto de nuestras percepciones, cabe agregar que la estética también desempeña un papel en cómo se aprecia, ya que esta se retroalimenta con lo psicológico. No en vano Nietzsche planteó que «si matas a una cucaracha, eres un héroe. Si matas a una mariposa, eres malo. La moral tiene criterios estéticos».

Si hacemos síntesis de lo explorado, podríamos concluir que una premisa que nos dejó el mundo griego y que persiste hasta nuestros días, aquella que plantea la existencia de la racionalidad total del hombre en búsqueda de su propio bien, no aguanta un examen profundo. Nosotros, como seres humanos, somos multifactoriales al tomar decisiones: hay elementos fácticos, culturales y emocionales. Podría decirse que no estamos ni cerca de ser tan racionales como creemos y que estamos lejos de poder cumplir con las obligaciones que nos corresponden en una república. No obstante, algo que sí podemos reconocer es nuestra habilidad para diagnosticar nuestras deficiencias y prevenir en consecuencia al ser conscientes de nuestros peores instintos. De tal forma que la idea no es el desmantelamiento o el descrédito de la democracia, sino que, para el bien de todos por igual, debemos buscar ser garantes de que la institucionalidad republicana y los valores democráticos que le son conexos siempre permanezcan como factores no negociables, incluso ante los peores estruendos y estertores.

@jrvizca


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