Lo más difícil de enfrentar en el día a día venezolano, o al menos para quienes lo vemos con meridiana claridad, es la cuasiabsoluta —y cuasiinsalvable— fragmentación inducida, no solo por la bestia totalitaria, que ha convertido el seno del sector honrado de la ciudadanía en un oscuro océano de millones de islas, a cuál más infranqueable. De ahí que, y discúlpese el vano y breve lamento, autoimpuestas tareas como esta, la de escribir para alertar sobre lo que no está a la vista, lo que se vislumbra en las cercanas sombras y después —muy a menudo— termina revelándose incluso peor de lo que se había creído, y para exhortar además a la consideración de factibles y en verdad emancipadores cómos con genuino sentido de conveniencia y anteponiéndose el interés del país a los numerosos y en su mayoría legítimos intereses personales, sin renunciar a estos, pues podrían conducir luego, en democracia, a la materialización de un sinfín de deseadas realidades individuales y compartidas, imposibles en totalitarismo, son más ejercicios de solitaria reafirmación que fuentes de decisiva influencia; esa que la nación requiere como necesita el árbol su savia, pero ante la que tantos se han cerrado por preferir escuchar el cacofónico concierto del mismo conjunto de «respetables» voces —¡y vaya que en realidad muy pocas lo son!— devenido en brújula de un trastocado Hamelín, ya que su sonido, lejos de conjurar la desgracia, ha ayudado durante cerca de 23 años a despeñar a sus víctimas, una y otra vez, desde reales oportunidades de conquista de la libertad al precipicio del «¡esto sí!» donde se reutilizan las seudosoluciones, principalmente «conversacionales» y electoreras, construidas de no tan solapado modo por los opresores de todos y camufladas tanto por ellos como por sus conscientes e inconscientes cómplices en mil operaciones de manipulación —psicología inversa incluida— para aquella conocida venta que hoy, cientos de palizas después, sigue siendo tan exitosa.

De hecho, no constituye esto algo que no sepa hasta el más despistado de los venezolanos, si es que en la Venezuela tiranizada por el chavismo puede alguien permitirse semejante lujo, y no obstante es más fuerte la desconfianza que nos disgrega más y más que el hambre de prevalecer como sociedad libre. Y es tal desconfianza la que sigue anclando a la nación a la nefasta conformidad propiciada en gran medida por aquel «mejor malo conocido que “bueno” por conocer». Es eso, en suma, lo que la mantiene aferrada a un «destino» de fracaso, agresión e indignidad que algunos promueven como indefectible futuro.

Claro que «bueno» es aquí y en cualquier reflexión o discusión sobre la realidad psicosocial solo un cómodo término, por cuanto una cosa es la probidad unida a atributos tan estimables como ella y otra muy distinta la inexistente perfección asociada al bien hacia la que suele apuntar el imaginario colectivo cuando se habla de lo bueno como marco del ser, o más bien, de una forma de ser, de estar, pero lo que se debería tratar de no perder de vista en estas horas nacionales, más allá de las disquisiones filosóficas —siempre necesarias y valiosas—, es que el liderazgo probo, tanto para la lucha por la libertad como para el buen gobierno en favor del desarrollo, sí es posible. Lo es y no deberíamos resignarnos, por adolecer de la desconfianza que no nos permite reconocernos entre nosotros, la mayoría decente del país, a ese «peor es nada» que por más de dos decenios nos ha hecho padecer los «errores» de un interminable desfile de ilustrados «ingenuos», «institucionales» maleantes y «beatos» dispuestos a delinquir tras el velo de su falso sanctasanctórum por el «bien» mayor, ora (auto)erigidos en «estadistas» de la politiquería, ora elevados por ciegos al ara 4.0 de los referentes «morales».

Sea lo que fuere, lo anterior viene a cuento por la enésima «preparación» de espíritus para nuevos dislates que, como los de la historia reciente y los que ahora mismo mantienen distraídos a tantos venezolanos, solo servirán para que la bestia opresora gane tiempo hasta el siguiente, ya que es ese el aire capaz de prolongar de manera indefinida su vida, como bien lo sabe ella y como también lo saben no pocos de los que componen su «oposición» a la medida. Es por esto que sin haber culminado aún las representaciones de las dos farsas que muy probablemente convergerán en la (re)legitimación de lo írrito —por lo menos en la Unión Europea y en parte de América Latina— ya se empiezan a oír llamados a abrazar «soluciones» más allá de ese par de «soluciones» cuyo eje, al que de seguro denominarán y describirán de otra forma, es el mismo ingrediente principal de la receta del fracaso de la nación, a saber, la aceptación de las reglas de la tiránica nomenklatura criolla, o en otras palabras, la de su control de la «lucha», puesto que todas pasan por ella como instancia reguladora y «arbitral», así que será la roca de todos los tropiezos de estos casi 23 años lo que pronto se hará pasar por imperativo de la sensatez. El criminal erigido en su propio juez y jurado.

No importa si se trata de un referéndum revocatorio, de unas elecciones presidenciales o de cualquier otro «camino». Lo cierto, lo que sí es una verdad como un templo, es que la recuperación del voto como instrumento democrático y el acometimiento de las tareas para la construcción de una democracia sólida en el país serán únicamente posibles después de que se le ponga el punto final a la historia de su secuestro, no antes. Por ello, la ruta que resumía aquel mantra que ahora le incomoda al actual «liderazgo» y que partía desde allí, desde el cese de la usurpación, logró unificar en su momento a la nación, pues solo basta una pizca de sentido común para comprender que unos sociópatas mafiosos con inconmensurables cuentas pendientes en el ámbito internacional no entregarán por «buena voluntad» el poder para ir luego como ovejas al matadero y que, por consiguiente, la solución es arrebatarles el poder para que los venezolanos podamos darnos, democráticamente, unos demócratas representantes y empezar el arduo trabajo de hacer un nuevo país.

 

 

El entendimiento de esto conduce al espinoso terreno de lo planteado al inicio, por cuanto los esfuerzos para la construcción de esa verdadera solución solamente podrá aglutinarlos un liderazgo sobre el que no pese la sombra de la duda acerca de su probidad, su independencia y sus intereses, y no existe modo de que tal liderazgo pueda ser ejercido por quienes ya perdieron la confianza de una ciudadanía que, si bien no tiene la respuesta definitiva a la cuestión del cómo hacerlo, sí comprende que tal cosa no se logrará ni en el juego diseñado por el régimen ni con unos supuestos representantes que han pisado una miríada de peines y se han dejado arrastrar por un lodazal que lleva consigo tanto la antiquísima corrupción de la historia republicana de Venezuela como recursos más novedosos en el contexto nacional, incluyendo presiones cuya variedad no alcanzamos a imaginar.

Sería tonto creer, verbigracia, que quienes, por las razones que sea, dejaron que sus entrañas se convirtieran en receptáculos de manos de titiriteros, van a construir esa única solución que se requiere para emprender lo demás, y son abundantes ya las señales de lo que no está ni estará bien con los muchos coprotagonistas de los fracasos de dos décadas como para que se les sigan dando oportunidades cual si fuesen escolares en una actividad de aprendizaje. Que nadie olvide que los desaciertos en la conducción de las naciones cuestan vidas, y en Venezuela, donde en estos años se han perdido cientos de miles, si no millones, no pueden pretender los corresponsables de tal horror que se espere para hacerlo a que algún día cuenten ellos con las competencias, y quizá la independencia, que no tenían cuando echaron mano de las cartas del populismo y del mesianismo para ser ungidos como «salvadores».

El problema, el primer y principal óbice a la libertad, es que con la pérdida de esa confianza también se perdió la fe en la posibilidad de lo distinto, y no parece haber en este momento margen para que otros venezolanos dispuestos a asumir en verdad lo que pocos quieren asumir, por el grado de perversidad del que ha dado sobradas muestras el enemigo, puedan hacerlo. Por el contrario, ya ha comenzado la nación a sucumbir a la tentación de autoengañarse con «luchas» individuales y de pequeños grupos por espacios que de todos modos serán destruidos si la vida del régimen se prolonga. Y sí, tenemos que luchar por las universidades, por El Ávila, por los municipios y por todo lo que nos pertenece, pero el único modo efectivo de hacerlo es procurando la pronta pulverización de aquella implacable maquinaria de opresión y muerte. Solo así se salvará el espacio nacional.

Al escribir esto no soy optimista. Me invade la tristeza y la desesperación por lo que sé, por lo que veo y por lo que columbro, aun cuando también sé que se trata de la flaqueza de un instante. Sin embargo, llegados a este estado de cosas, de generalizada descomposición, es patente la enormidad del escollo de la desconfianza, por lo que en el hoy deberíamos concentrar nuestros esfuerzos en la búsqueda del modo de apartarlo para allanar así el camino al surgimiento de lo beneficiosamente distinto fuera de la sentina de la politiquería, de la hipocresía, de los intentos de manipulación y de las muchas complicidades que han contribuido a sostener la cruenta dictadura chavista.

Solo contamos con nosotros mismos. En los pedestales no hay santos. Y sí, la pregunta que intitula este artículo queda abierta… Tal vez deberíamos simplemente confiar los unos en los otros para salvarnos juntos, la mayoría decente del país, sin darle tantas vueltas a lo obvio. Justo lo que una infame legión no quiere que hagamos.

@MiguelCardozoM


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