Franklin Delano Roosevelt en 1915 era una especie de viceministro de la marina americana durante la administración demócrata de Woodrow Wilson. En ese momento, en medio de graves desórdenes, asesinaron al presidente haitiano Jean Vilbrun Gillaume Sam. Poco después comenzó la ocupación de Haití mediante el desembarco de algo menos de 400 marines estadounidenses. Wilson no quería que los europeos intervinieran en los asuntos de su traspatio. FDR aprovechó para poner a prueba sus conocimientos de Derecho. Había estudiado “leyes” en la prestigiosa Universidad de Columbia en Nueva York y redactó una Constitución para los haitianos.

No era cuestión de Constituciones. El país ha tenido 28 y alguna, como la de 1918, precisamente la redactada por FDR, es magnífica. Haití es el “hombre enfermo” de América Latina. (Así le llamaban a Turquía con relación a Europa). El caso haitiano ha servido, sin embargo, para educar a los presidentes estadounidenses en lo que no se puede hacer. FDR en 1934 ya era presidente de Estados Unidos y decretó la política de “los buenos vecinos”. Algo así como un panamericanismo que renunciaba a imponer sus valores y principios al sur del Río Grande. En ese año FDR decretó la salida de Haití y de Nicaragua y el fin de la Enmienda Platt que convertía a Cuba en una suerte de protectorado norteamericano.

Pero esa política tenía una severa contradicción. Estados Unidos no podía sustraerse a su condición de “cabeza del mundo libre”, especialmente durante la Guerra Fría, de manera que Lyndon B. Johnson en 1965 utilizó a la OEA para evitar que se estableciera una segunda Cuba en República Dominicana.

Dejemos apuntados el ejemplo exitoso de República Dominicana, vecina de Haití, con una historia también muy turbulenta, que ya lleva casi 60 años de democracia y prosperidad creciente. ¿Por qué? ¿Acaso porque en República Dominicana se dieron cita varios hombres de Estado, muy diferentes entre ellos, con diferentes ideologías, pero un común amor a la patria, como Joaquín Balaguer, Juan Bosch, Ángel Miolán o José Francisco Peña Gómez? Tal vez, pero hay un elemento vertebrador en la fuerza utilizada desde el exterior. Esa fue una lección aprendida por los dominicanos.

The New York Times y Nicaragua

Gioconda Belli, la excelente escritora nicaragüense, ha publicado un gran artículo en The New York Times. Se titula «Daniel Ortega and the Crushing of the Nicaraguan Dream» (Daniel Ortega y el aplastamiento del sueño nicaragüense). Primero establece sus credenciales sandinistas. Tenía apenas 20 años cuando se enfrentó a la dinastía de los Somoza. De los diez miembros de su célula clandestina solo sobreviven dos personas: ella y otro más. Pero jamás confió en Daniel Ortega. Le parecía un tipo mediocre y capaz de traicionar. Lo hizo. Se convirtió en tirano. Sustituyó una dictadura por otra. Tenía, sí, astucia callejera, pero eso no lo hacía inteligente. Lo tornaba peligroso.

Humberto Belli, hermano de Gioconda, también había sido sandinista, pero rompió con ese grupo político tan pronto se hizo profundamente cristiano. Un día antes de que lo detuvieran alguien le avisó y escapó rumbo a Costa Rica. Los esbirros de Ortega revolvieron la casa y amenazaron a su esposa y a su hija de 16 años con violarlas antes de matarlas. Humberto fue un muy eficaz ministro de Educación durante el gobierno de Violeta Chamorro. La señora, contra todo pronóstico, derrotó por diez puntos a Daniel Ortega en la década de los años noventa del siglo pasado. Hoy doña Violeta padece de alzhéimer. Quizás es mejor que nunca sepa que su hija Cristiana vive bajo arresto domiciliario; que a su hijo Pedro Joaquín –diputado, exembajador, ministro, siempre periodista-, se lo llevaron preso y descalzo del hogar que compartía con su esposa de siempre, Martha Lucía; mientras su hijo Carlos Chamorro, también periodista, tuvo que exiliarse, otra vez, en Costa Rica. Por cierto, Oscar Arias, el expresidente costarricense, llamó al  dictador nica por teléfono y Rosario Murillo impidió que se comunicaran.

La estrategia (si esa cosa burda se puede llamar así) de Daniel Ortega y de su “excéntrica” mujer y vicepresidente, Rosario Murillo, hoy odiados por 75% de los nicas, es apresar a todos los posibles candidatos a la presidencia. Cristiana, Arturo Cruz, y así hasta una docena de posibles contendientes están en el punto de mira. Salvo Cristiana, que está detenida en su casa, el resto de los prisioneros siguen desaparecidos. La pareja de dictadores nicas (me atrevo a predecir lo que le hubiera dicho Oscar Arias a Ortega) encontrará que celebrar elecciones en esas circunstancias eliminaría cualquier vestigio de legitimidad.

Revivir la Legión del Caribe, pero a una escala continental

En los años cuarenta del siglo XX los guatemaltecos eligieron a Juan José Arévalo, los cubanos a Ramón Grau y a Carlos Prío, los ticos a José Figueres, los venezolanos a Rómulo Betancourt y los boricuas a Luis Muñoz Marín. Entre todos ellos se fue forjando la “Legión del Caribe” para luchar a favor de la democracia y contra los espadones. Esa voluntad de lucha se estrelló contra los gobiernos de Estados Unidos que preferían mantener en el poder a sus “son of a bitch” porque estábamos en tiempos de la Guerra Fría.

Hoy la situación es otra. La ola antidemocrática proviene del desamparado comunismo cubano, del populismo de Maduro y del galimatías de Bolivia. Afortunadamente, Biden entiende lo que es trabajar colegiadamente. La OEA y Almagro deberían ser el punto de partida. A la democracia hay que defenderla no solo con palabras. Como en la Europa de la OTAN, es perfectamente legítimo sacar a cañonazos a Gadafi de Libia o mantener a Kosovo libre de los serbios. Es cuestión de forjar el instrumento. Como sabemos, contrario a la intuición, el órgano determina las funciones.


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