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Y llegaste a mi vida, convertida en la miel de abejas que endulzó mis pesares, y con la luz que avivó en arco iris los sentimientos, y convirtió mis palabras en ontología.

Y entonces las aguas del Ángel, Yutajé y Cuquenan que plasman la transparencia en las profundidades de Canaima y Amazonas se hicieron un norte, un sur, un este y un oeste de amor, pasión, plenitud y vida. Y entre el amarillo del sol y el araguaney no hubo diferencias, porque tú, te convertiste en la margarita que estaba en cada centro de esos espacios y en ese recorrer  pude encontrar sobre tus pétalos y corrientes la virginidad de esas selvas, cuyo antropocentro fue más que visitar las cúspides del Roraima, sabiendo que jamás habría encontrado semejante belleza ante mis ojos, porque la perfección de tu geometría, unida con la majestuosidad de tu cabellera, y el esplendor que mostraba el trascender de tus inexploradas anatomías, ambas combinaban el sendero que separaban tu ascendencia, y que solo permitían divisar el sentido de lo hermoso que existía en toda tu naturaleza.

Y entonces, también pude sentir sobre toda esa extensión cómo las corrientes del Churun Merú y las máximas del Auyantepui te señalan que la belleza no podía ser etérea, porque sin ti el viento estaría vacío, los ríos y los mares serían solo piedras en sus cauces, el día no tendría al cielo y la noche nunca nos daría el brillo de las estrellas. Y desde una historia que comienza en un año, vertida en la prosa que has condensado en cada pensamiento y en cada sentimiento, ¿qué sería del viento sin flores, sin firmamento, sin saltos, sin ríos y mar?

Y ante tanta, pero tanta universalidad de tesoros extendidos que veía ante ti, ese día comprendí, porque solo al mostrar tu epitome ya había un significado grandioso que explicaba las razones que lo hermoso no tenía evanescencia, y entender cómo la unión de Paolo y Francesca en aquella genialidad de Dante, siempre existió desde la creación del Universo, porque tú te convertiste en esa levitación que mantiene conjugadas las líneas en el arquetipo de conocer que antes de existir las bellezas de pinceles renacentistas, fueron las bellezas naturales las que estuvieron y han estado en lo más alto de cada ser que se ha entregado al sentido de la vida con pureza, y esa pureza ha sido diseminada sobre lo que ha significado la génesis de una poesía convertida en realidad.

Y es que el Triunfo del Amor que romantizó Petrarca para indicar la existencia de un Cupido, aún sigue incompleto en los lienzos que han inmortalizado las pinturas, esculturas, arquitecturas y maravillosas representaciones, porque mientras en este no se plasme la naturaleza de la belleza que emergieron en los tepuyes y semejantes cascadas, pues, ese amor y su triunfo aún no han conocido las vertientes de cómo sus orígenes llegaron hasta el Nacimiento de Venus en Botticelli; porque era simple: aún en sus pensamientos no había visto los paisajes más sorprendentes de la inmortalizada pequeña Venecia.

Si Ovidio fue el creador de El jardín del amor, ese mismo amor tiene que volver a renacer desde las vertientes indígenas atravesadas por el Orinoco, y que desde lo más alto del Kerepakupai Merú encontré contigo al ver en nuestros cuerpos desnudos la abstracción infinita que representan los seres cubiertos en sus dermis por las nomenclaturas del paraíso.

Por ello, nunca voy a olvidar cuando el mar Caribe, el firmamento y aquel jardín de Nomeolvides convertidos en oxigonio de cerúleos  fueron testigos de cómo mis manos convertidas en pinceles moldearon toda la geografía ampliada de tu belleza y en una sola dimensión apasionada de mi boca estuve entre la sima y la cima de tu hemisferio, y finalmente nuestras pieles quedaron extasiadas ante la llegada del plenilunio que nos marcó para siempre entre el transcurrir del día y la noche de un año nuevo.

Si el amor ha estado escrito y dibujado entre triunfos y jardines, y con diosas que han centellado las líneas de los aposentos mezclados entre la pasión y el deseo, que sea lo cristalino de tus ojos, la excentricidad de tu cabellera, las líneas de tu rostro, la carnosidad de tu boca, la suavidad de tu piel, y las cúspides y profundidades de tus caudalosos espacios los que marquen en lo sucesivo el comienzo de una prosa, y el comienzo de una historia.

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