Las economías nacionales se desdoblan cada vez más integradas en sistemas sociales y políticos esencialmente interdependientes. Se someten por tanto a las inevitables fluctuaciones en los mercados globales de capitales –vaivenes de la confianza que estimula o desanima inversores reales y financieros–, imponiendo exigentes retos a las autoridades fiscales y monetarias de cada país. En los mercados emergentes que ofrecen atractivas oportunidades a los inversores, se arbitran beneficios como consecuencia de las entradas masivas de capitales que, tarde o temprano, regresarán a su origen o buscarán mejores alternativas en función de renovadas aspiraciones de retorno y riesgos asociados. Los adelantos tecnológicos, principalmente en el terreno de las telecomunicaciones, posibilitan a los agentes económicos la eficiente movilidad del dinero en breve tiempo, naturalmente, en la medida que hemos visto liberalizarse el sistema financiero internacional y los controles sobre tipos de cambio. Esto último, sin embargo, se ha ralentizado en años recientes ante la imposición de normas y procedimientos de suyo lentos y normalmente exigentes de legitimación de capitales.

Hemos visto cómo el Fondo Monetario Internacional ha rebajado las previsiones de crecimiento mundial, disminuyendo perspectivas para China, Estados Unidos y la Eurozona, lo que ha generado temores en inversores que se desplazan entre los diversos mercados financieros. Un escenario de elevada volatilidad y serias preocupaciones, a las cuales se suman los efectos del brexit y de las disputas comerciales entre las dos grandes potencias de nuestro tiempo, aquellas que representan un elevado porcentaje del intercambio a escala global. Y, a pesar de tales previsiones y de lo que hemos visto en los mercados de capitales al cierre de 2018, las cifras relativas al desarrollo económico proyectado siguen siendo razonablemente sugestivas. Si las empresas lograsen crecer a buen ritmo, los mercados de renta variable (acciones) deberían evolucionar favorablemente, quizás generando retornos en el largo plazo tan o más atractivos que los esperados para los activos de renta fija (i.e. títulos de deuda). No somos prestidigitadores, pero no parece haber señales de recesión a nivel mundial. Sin duda, las tensiones geopolíticas y la elevada valorización de los mercados de capitales en las postrimerías del pasado año –antes de su más reciente, continuada y abrupta caída– inducen preocupación; veníamos de un desplazamiento alcista desde mediados de 2018, estimulado entre otros factores por el bajo costo del endeudamiento que animó la preferencia de los inversores por los mercados de renta variable, a lo cual se añadió el incremento de las ganancias corporativas como resultado de la reforma fiscal de la administración Trump en Estados Unidos.

Los actores del mercado de capitales en Estados Unidos, más allá de las consideraciones geopolíticas, de la política doméstica o de otros elementos de juicio, basan sus estrategias de inversión en los índices S&P 500, Nasdaq 100 y Dow Jones, los cuales además de estar correlacionados entre sí, miden el desempeño corporativo impactado por los mismos factores macroeconómicos, ciclos y fluctuaciones de la economía. Se trata de los índices más seguidos por los inversores y operadores de mercados a nivel mundial; un componente psicológico que incide en el comportamiento de propios y extraños al mercado de valores norteamericano, el más importante, desarrollado e influyente del mundo actual. Así las cosas, las estrategias de inversión se sustentan primeramente en el análisis técnico de información suficiente y confiable –después vendrán otras consideraciones–; la incertidumbre suele impulsar mayores niveles de volatilidad, en tanto y en cuanto determina menor confianza en el mercado. Los datos aportados por los informes que se publican sobre la economía levantan percepciones, instigan actitudes y por tanto pueden activar volatilidad en el mercado.

Pero hay algo más que sin duda debe tomarse en cuenta en este contexto. Existen investigaciones sobre cómo la racionalidad limitada, la falta de autocontrol y las preferencias sociales, afectan motivaciones individuales, más propiamente la incorporación de la perspectiva psicológica al análisis económico. Los agentes económicos actuarán con mayor o menor racionalidad, incluso en ausencia de cordura. Es la contribución de Richard Thaler, premio Nobel de Economía, a una redefinición del análisis y de las decisiones de inversión, la nombrada economía conductual. Un tema que definitivamente se proyecta a las políticas públicas, a la formación de las leyes, a la administración de justicia, a la funcionalidad de las empresas privadas. Algo que en la Venezuela de nuestros días termina siendo inquietante: ¿cómo puede haber racionalidad en medio del caos que nos envuelve? ¿Para qué sirve el análisis técnico de información económica suficiente y confiable, cuando no existen reglas claras ni mucho menos respeto a la propiedad privada, a la Constitución y a las leyes? ¿Puede haber confianza de los agentes económicos bajo el actual estado de cosas que atañe a la política, a las relaciones internacionales y sobre todo a la integración y funcionamiento de las instituciones del sector público? Estas preguntas son pertinentes en una Venezuela donde todavía operan empresas privadas nacionales y extranjeras.


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