La experiencia trágica vivida por Venezuela, que se inicia, no hay que olvidarlo, con la deliberada y a la vez zorruna conspiración para destruir su orden constitucional y democrático, en 1999, a buen seguro será objeto de estudio cuidadoso por los centros académicos occidentales. Todavía más cuanto que, la cuestión, de modo igualmente inédito e inesperado, rompiendo con una tradición de casi 73 años, ingresa como tema al Consejo de Seguridad de la ONU el pasado 26 de enero.

América Latina construye una doctrina democrática a profundidad y propia, más allá de sus realidades y vivencias, entre dictaduras y dictablandas, mientras Europa la focaliza en el campo electoral y del Estado de Derecho.

La ONU, evitando en lo posible hablar de la democracia, atiende a los derechos humanos como si fuesen un dato aislable y más allá de la aislada Declaración de Viena de 1993. Con mucha timidez trabaja sobre los estándares de las observaciones electorales después de la caída del Muro de Berlín, para la construcción de las llamadas “democracias nuevas”.

Siempre prevenida por lo que más le preocupa y es música angelical para las dictaduras de derechas o de izquierdas, privilegia el respeto por cada Estado de la soberanía nacional y el deber de no intervención en los procesos electorales de los otros Estados. La Agenda de la ONU para 2030, en sus 40 páginas profusas, menciona la democracia una sola vez, como aspiración.

Desde 1948, cuando se crea a la OEA como club para las democracias de las Américas y se fija un cordón sanitario a las dictaduras militares, o a partir de 1959, cuando la Declaración de Santiago de Chile se adelanta para decir que la democracia no solo son elecciones libres e implica elementos interdependientes (derechos humanos, justicia social, alternabilidad en el poder, libertad de prensa, pluralismo político, elecciones justas y competitivas, separación de poderes, imperio constitucional, etc.), la región pone su énfasis final en lo inexcusable: antes que sistema político que organiza el poder del Estado, la democracia es un derecho humano de los pueblos que los gobiernos deben garantizar. Así lo refrenda en la actual Carta Democrática Interamericana, desde 2001.

El proceso inédito que hoy tiene lugar para el restablecimiento de las libertades y con ello frenar en seco los efectos sociales devastadores del hambre y la represión causados por el usurpador del poder en Venezuela, Nicolás Maduro, en su momento hará correr ríos de tinta para sistematizar sus enseñanzas novedosas.

Lo de Venezuela rompe el molde previsto incluso por la Carta Democrática, que se limita a prevenir –era el caso de Fujimori en Perú– que gobernantes electos degeneren en dictadores o autócratas.

Douglas Farah, profesor de la National Defense University, en DC, refiere, al efecto, que “al final de cuentas estamos en presencia de Estados criminalizados”, no meras democracias deficientes o simples dictaduras civiles o militarizadas que se esconden tras el velo de la democracia.

No estamos hablando de un ministro corrupto, dice Farah. “No estamos hablando del jefe de emigración que deja pasar personas, o un jefe de policía que haga tal cosa; sino que estamos hablando de decisiones tomadas en la casa presidencial, como lo hizo el señor Hugo Chávez, como lo hace el señor Evo Morales, como lo hizo el señor Rafael Correa, como lo hace el señor Daniel Ortega hoy en día y el señor Sánchez Cerén en El Salvador. Toman las decisiones de aliarse y buscar al crimen transnacional como instrumento de política, para sobrevivir”. Es lo ominoso, lo no visto antes, lo propio del siglo XXI.

Manipulándose a la democracia, arguyéndose el desencanto con la misma –obviándose que no es con ella, sino con los políticos desleales a ella, el desencanto– se han construido Estados criminales como Venezuela, sostenidos sobre el silencio y la tácita complicidad de muchos miembros de la comunidad internacional.

Lo cierto es que, ante ese fenómeno perverso, de suyo imbatible en apariencia pues se oculta tras el telón de la democracia para extirpar y vaciar de todo sentido la dignidad de la persona humana y ejecutar crímenes transnacionales, como el tráfico de drogas, el lavado de dineros sucios, el terrorismo deslocalizado, emerge ahora una lucha constitucional y democrática, imaginativa, heterodoxa. La conduce una nueva generación, la de 2007, que obvia la violencia y pone en marcha las estructuras de control y judiciales nacionales e internacional que no han sido cooptadas por el crimen, y comienza a lograr resultados.

Si el holocausto marca una ruptura con la tradición jurídica internacional clásica, situando los derechos humanos, entre estos “el derecho a la democracia”, como exigencia de orden público a la que no puede oponerse arbitrariamente la soberanía del Estado [abundo al respecto en mi libro de 2008 y en mi Digesto de la democracia, de 2014], el tácito reconocimiento de la democracia como tema del orden público global, al debatírsele en el Consejo de Seguridad de la ONU, fija otro parteaguas histórico.

Cabe decir, en buena lid, que las puertas de ese impenetrable cenáculo de élites universal logran abrirse, al principio, por acción de los propios venezolanos, al pedir se use, antes de la reunión última y formal del Consejo, la modalidad ad hoc e informal conocida como la Fórmula Arria.

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