Es difícil explicarse lo que viene ocurriendo en el país. Vamos de sorpresa en sorpresa, del asombro a la incertidumbre, del desconcierto a la incredulidad. Resultan insuficientes los análisis desde la política, la economía, los estudios sociales. Dudan los historiadores. Dudan los planificadores. Resulta demasiado riesgoso para cualquiera aventurarse a la anticipación del futuro cercano. ¿Qué nos está ocurriendo, hacia dónde marcha el país?

El meollo de nuestra convulsa realidad de hoy tiene que ver con valores. La reflexión se impone muy especialmente a la vista del camino al que estamos siendo empujados por la prédica excluyente, por un lado, y por la aceptación o la tolerancia de los antivalores, por el otro. En efecto, parecieran haberse despertado dentro de nuestra colectividad posiciones, actitudes y conductas cercanas a la aceptación pasiva, al acomodo, a la dependencia, a la culpabilización del otro, a la irresponsabilidad, al dejar que sea un tercero –el Estado o el partido– quien tome las decisiones.

Ya en el año 2012 el Foro Cerpe (Centro de Reflexión y Planificación Educativa) se refería a estos temas cuando, al abordar los asuntos educativos como pilares de la transformación del país, señalaba la importancia de que la formación de los individuos se blindara en torno a valores y a competencias. En el trascendente trabajo que publicaron hace ya un quinquenio, estos estudiosos ponían de relieve elementos esenciales que nos hacen una falta enorme en esta hora –libertad, responsabilidad, solidaridad, espíritu democrático, emprendimiento– valores vitales cuando se evidencia que, de parte y parte, es imperativo aprender desde los propios errores y exhibir una generosa capacidad de rectificación.

El espíritu democrático, como valor, se expresa en la disposición para buscar el bien común, la convicción sobre la igualdad de derechos y deberes, el respeto por las diferencias y la aceptación de la diversidad, la práctica del diálogo, la deliberación y la negociación para alcanzar consensos, el rechazo a los fundamentalismos extremistas, a los abusos y a la violencia. Pensar en el emprendimiento como un valor es entender el trabajo como una actividad transformadora, activadora del desarrollo personal y del progreso social. Es propiciar la valoración de la iniciativa personal, la honestidad, la perseverancia y la búsqueda de la excelencia. Es aprender a captar el carácter educativo de todo trabajo y su relación con la autoestima, el deseo de superación personal, la disciplina, la búsqueda de metas, la actitud favorable a la ciencia, la tecnología y la innovación para la producción de bienes y servicios.

Hay un “deber ser” insoslayable en el manejo de toda sociedad, tanto de parte de quienes llevan sus riendas –legítimamente o no– como de quienes actúan como contrapeso dentro de ella. La disposición a buscar la justicia y la equidad para todos, la solidaridad con los más débiles y vulnerables, la sensibilidad ante el sufrimiento humano, el compromiso con el bienestar colectivo y la ausencia de discriminación están en la parte alta de la lista de deberes y de obligaciones.

Todo lo anterior hace falta en la Venezuela de hoy. Pensar en estos valores contrasta con un ejercicio del poder basado en los controles y el sometimiento, el temor y la dependencia, la amenaza y la desinformación. Cuando tanto preocupa la dimensión de la tarea que será preciso asumir para la reconstrucción de la economía del país –uno solo de los elementos críticos a los que se deberá prestar atención– es bueno pensar en la dimensión, mucho mayor aún, del esfuerzo para la recuperación o fomento de los valores sin los cuales estamos condenados al fracaso como personas y como sociedad.

Formar en estos valores es tarea de toda la sociedad, de la familia, de los líderes, de los medios de comunicación. La reconstrucción de país pasa necesariamente por la recuperación de los valores. Esta es, sin duda alguna, la más importante de las tareas.

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