Nadie se atreve a negar, no de viva voz, que el presidente Guaidó se ha metido en el cerebro y, más decisivo, en la afectividad de la inmensa mayoría de los venezolanos. Las calles atiborradas de entusiasmo ante su presencia son la prueba sin apelaciones de su liderazgo, sobre todo si recordamos los fracasos por reunir unos cuantos vecinos descontentos en un tiempo reciente y prolongado. Y no me venga con el cuento de que usted teme que podría dejar de ser así; por supuesto, el hombre es un ser extraño que hace proyectos que siempre tienen final. Pero hay cosas hechas para durar un buen tiempo y esta me suena una de ellas, así digo. Y sobre todo, espero, tiempo para que alcance a lograr su objetivo conminante: terminar con esta maldita enfermedad chavista que amenaza con dar al traste con la vida misma del país, y cuya intensidad y desmesura parecieran asuntos demoníacos.

El próximo miércoles Guaidó ha asumido un gran reto, porque equivalente a su serenidad de espíritu parece ser la audacia de las estrategias que asume, en este caso nada menos que la marcha más grande de la historia del país… la marcha más grande de la historia del país, repitió varias veces. No es, pues, de poca monta la apuesta. Suya y de todos los venezolanos martirizados. A lo mejor el movimiento decisivo para ganar la partida, para volver a ser gente y país. En cualquier caso su concreción será un inmenso paso hacia delante. Pero yo quisiera subrayar un efecto particular que va a tener esta conquista creciente de las calles que se viene gestando, y en ella este gran salto, y que llamaría la nacionalización de la tragedia nacional. Hacer del problema venezolano asunto primordialmente de los venezolanos.

Nosotros contamos con un apoyo internacional tan extenso, y sobre todo beligerante, decía recientemente un destacado internacionalista, que no tiene antecedentes en el mundo contemporáneo, ni siquiera el apartheid surafricano en su momento más álgido. Y bien que lo tengamos. Sin tregua la humanidad se hace una, se globaliza, y contar con ese apoyo no tiene precio y sus efectos pueden ser demoledores para la tiranía.

Pero nuestro mundo, la aldea global, ya no es el primaveral que imaginamos después de la caída del Muro de Berlín; por el contrario, está lleno de contradicciones, de aciagas sombras populistas y violencia real y potencial. Animales muy fieros se pelean cada espacio del mercado económico y la influencia política. De manera que convertirnos sin más en una presa de esa competida cacería nos expone a peligros inéditos, por supuesto, bélicos también. Conviene no exagerar al respecto, pero las declaraciones de los halcones trumpianos y las réplicas iraníes, cubanas, rusas y chinas pudiesen ser solo palabras poco gentiles, pero también prolegómenos de hechos demasiado reales. Las guerras no avisan, dice el refrán. Bueno, la contrapartida a esta eventual dependencia no es otra que hacer crecer el frente interno, movilizar a los ciudadanos, dar un espesor nuestro al problema, a la vaina en que entramos y es un deber salir. Que, no es el caso negarlo, es de hecho y de derecho ya internacional pero ese debe ser un segundo y valioso frente. No por azar Guaidó ha subrayado en esta convocatoria ese carácter primordial e insustituible de ponernos al frente de nuestro apocalíptico drama. Condición sine qua non de una sana resurrección patriótica.

Pero me parece también importante que antes de su realización hay que definir claramente los objetivos de esta marcha que será histórica, marcará un hito, gane o pierda. Cosa que quedó ambigua en el cabildo en que se anunció. Esa ambigüedad puede ser una estrategia, en cierto modo la que se usó el fallido 23 de febrero, por allá en Cúcuta. Siempre vale más decirle a la gente todo, o casi todo, hasta dónde y en qué plan va, al menos previsiblemente. Ciertos rumores que corren abren expectativas y asustan por igual. Las expectativas no hay que frustrarlas y el miedo ahuyenta. La verdad da salud, dicen muchos pensadores, cura y energiza, individual y colectivamente.


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