Leo un extraordinario ensayo de antropología filosófica, social y política de un joven académico venezolano, Miguel Ángel Martínez Meucci, titulado El dragón tatuado, consideraciones en torno al mal extremo (http://tropicoabsoluto.com/?p=1124 vía @tropicoabsolut). Gira en torno a la inducción mediante la educación y la cultura de la tolerancia social, individual y colectiva frente al mal absoluto. Y busca una respuesta afirmativa ante un conflicto causante de las mayores mortandades y devastaciones humanas: ¿por qué razón, aun yendo a redropelo de nuestros instintos más básicos, particularmente el de la sobrevivencia, los seres humanos suelen entregarse de manos atadas y sin emitir un solo quejido a los “oligofrénicos morales” que los dominan y conducen directamente al matadero? ¿Estamos ante una disposición genética al esclavismo o el mal absoluto es producto del sometimiento cultural?

No es un tema nuevo, pero vuelve a actualizarse ante nuevos procesos de dominación y esclavitud dominantes en la época de la estructural tentación totalitaria. Democracia de masas, tecnología globalizadora y dominios territoriales imperiales. Hannah Arendt lo trató en profundidad en sus estudios sobre el totalitarismo, particularmente conmovida por la asombrosa facilidad con que el nazismo alemán, masivo y tecnológicamente industrializado, había podido someter, esclavizar y asesinar a 6 millones de judíos. Solo posible, a esa dantesca escala, por la pasividad y la aquiescencia de quienes no solo se entregaron de manos atadas a los verdugos, sino que cooperaron con ellos organizando sus propias fuerzas policiales con el fin de censar, detener y embarcar a inmensos contingentes de judíos de todas las nacionalidades europeas condenados a muerte, entregados como mansos corderos a su exterminio industrial. Nada excepcional. Por el contrario, un hecho incluso banal. Solo interrumpido por el levantamiento de Varsovia. El título de una de sus obras, La banalidad del mal, se enfrenta al caso del mayor verdugo de la historia, Eichmann en Jerusalén. Para asesinar a tan vasta escala no se necesita genialidad alguna. El portento exterminador puede ser un imbécil.

La oportunidad de su publicación no es gratuita ni azarosa: el tren que nos ha traído a 30 millones de venezolanos hasta este campo de concentración abierto y desembozado, aunque delimitado política y geográficamente, no se ha movido de su sitio, es la propia Venezuela. Los venezolanos tampoco. Sus celdas son sus casas. Con la excepción de 4.000.000 que llevados por sus instintos de supervivencia, el hambre y toda suerte de calamidades han preferido huir y continuar sus vidas en donde el mal absoluto no domina el poder, como lo hace en la que fuera su patria. Pero los restantes 26.000.000 que lo toleran y se le someten, ya al borde de la inanición y la muerte, se comportan exactamente como los judíos criticados por la gran pensadora judeo alemana: no han establecido comisiones de censo y entrega ordenada al matadero. Han sido mucho más utilitarios. Pues pasando por sobre embarcaderos y andenes, se han encargado de darles plena legitimidad a las detenidas caravanas de la muerte montando un régimen de gobierno bicefálico y dialogando periódicamente con los verdugos para demostrar la supina habilidad de la convivencia.  Llegando al colmo de establecer una suerte de pacto de convivencia: los victimarios, tan siniestros como Hitler, Goebbels o Eichmann, tienen su propio gobierno, sus policías y fuerzas armadas, sus cárceles y tanatorios y detentan el poder sumo sin el menor inconveniente. Mientras las víctimas, nuestros judíos caribeños, ex “tá baratos y dame dos” tienen a su vez su propia “comisión” de gobierno: lo llaman “gobierno interino” pues para tener una mínima opción de realidad se conforma con yacer en el escaparate. Y tener algunos “enviados especiales”.

¿Cómo hablar y denunciar “el mal absoluto” que sufrimos, si víctimas y victimarios aceptan bailar pegao, se sientan a dialogar cual si fueran un grupo de buenos amigos en torno a una mesa de póker y hasta aceptan concertar el juego del como si democrático: ir a elecciones sin preocuparse por quién las hace, cómo las hace y para qué las hace. Tan lejos no llegaron los judíos europeos. Los venezolanos somos más demócratas: elegimos los hornos. 


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