De usuario de la libertad y difusores del pensamiento, han terminado por convertirse en catones de necedades. Todos los conocemos, y hasta formamos parte de esa creciente legión de mujeres y hombres en el mundo entero –lo que llaman la “world wide web”, o algo así– que con una computadora o un celular inteligente –es un decir, solo es una máquina que no piensa por sí misma, no reflexiona, no analiza, solo ejecuta órdenes– se convierten en algo bueno, informadores de acontecimientos a su alrededor, y algo malo, impositores de sus propios pensamientos.

Porque lo azaroso del ser humano no está en que piense, que es su principal cualidad, su diferencia fundamental con los animales, sino en que asume con demasiada fuerza que no solo piensa, sino que además lo que piensa y concluye es la única verdad. Es democracia antidemocrática, porque una de las bases fundamentales del sistema democrático es el liderazgo de la mayoría, pero el otro asiento es el respeto pleno a la minoría.

Los tiranos del teclado se han convertido, defendiendo su libertad de pensamiento y difusión, en control y rechazo de toda tendencia que no coincida con la suya, un mal terrible, una alarmante fase de la historia en este siglo XXI. De esa actitud, hoy con Internet, redes sociales y todo el inconmensurable mundo informático, cada día más amplio y dinámico, han nacido las grandes persecuciones de la historia.

Y si hay algo que las dictaduras hacen, sin importar, es impedir el acto de pensar. Porque hacerlo lleva a la duda e incertidumbre y esta a la suspicacia, recelo y desconfianza, que a la vez nos conduce a las preguntas que incomodan, sobre todo a quienes detentan el poder político. Inaceptable en un régimen tiránico, opresor y autócrata.

Los terrenos de todos los continentes están sembrados de cadáveres, sangre de perseguidos, torturados y asesinados en nombre de la defensa por las diversas maneras de pensar y ser diferentes. Crímenes de lesa humanidad que marcan capítulos en la vida de cada pueblo en los miles de años desde que el primer homínido pensó. O piensas como yo, o no piensas. O piensas como yo o eres excluido o mueres, eslóganes, conceptos temáticos de los pueblos y seres humanos sucesivos.

El problema es que antes para que Atila –solo uno de tantos ejemplos– arrasara Europa tenía que cruzar a caballo miles de kilómetros demostrando su barbarie, batallando, matando e incendiando, y en el siglo XXI solo presionas una tecla y al instante el globo terráqueo puede saber qué piensa un fulano en un pueblo sin nombre y a quiénes crítica y/o descalifica.

¿Se han dado cuenta de que muchos sitios de Internet no muestran claramente las fechas? ¿Han notado la frecuencia con la que sitios web claman “¡Imperdible!”, “¡Última Hora!” para llamar la atención a sus temas demasiadas veces injustos, hasta falsos, la más de las veces sin advertencias de que se trata solo de la opinión o interpretación personal del difusor?

La situación venezolana ha dado motivo para una alarmante proliferación de estas tiranías ocultas, embozadas, incluso perversas y malintencionadas. Ciertamente, peor sería censurarlas o limitarlas, como hacen fácilmente los absolutismos con los medios tradicionales de comunicación. Pero también hay que pedir a estos alarmistas tecladófilos que tengan, siquiera, la honestidad de aclarar que se trata solo de su forma de pensar, de su libre opinión. Y que no pretendan convertirse en líderes del pensamiento, porque querer serlo es por sí misma una censura de todos los demás, un ejercicio tiránico sobre quienes carecen de los mismos instrumentos y las habilidades necesarias.

Las usan opositores, también defensores del gobierno y –quizás los más nefastos– quienes solo actúan por pretensión de lucimiento propio, y por eso tanto difunden como ofenden, censuran, critican sin comparación adecuada y justa. Todos tenemos derecho de expresarnos, y eso incluye el derecho de estar en desacuerdo, de criticar aquello con lo cual no estamos de acuerdo. Pero es un derecho que conlleva el deber de comparar, equitativamente, la verdad jurídica que establece que el derecho de cada uno termina donde comienza el derecho de los demás.

Después de todo, vencer es manifestar, expresar, no automáticamente convencer, y no ser convencidos es también un pleno derecho humano.


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