Por fortuna, la filosofía “siempre llega demasiado tarde”, como afirmara Hegel. En sentido estricto, ella no es ni un modo general ni un modo particular de hacer proselitismo político, ni de forma directa y explícita ni de forma indirecta e implícita. Más bien, ama pintar su “gris sobre gris”, porque su objeto es de otra naturaleza: comprende lo que es, en virtud de que se propone reconstruirlo pacientemente. Su labor es la de dar cuenta del presente y de lo real. No bosqueja el mundo como este debería ser, sino que más bien lo desmitifica, confirmando la profanidad de lo que se pensaba sagrado, la obscenidad sobre la cual se construyen los rígidos códigos que suelen ocultar los intereses y las indemnizaciones, incluyendo Odebrecht o los Papers panameños.

Pone el dedo sobre las tumoraciones de la realidad y advierte sobre la urgencia, sin sofismas ni demagogias. Las medianías y las medias tintas le resultan despreciables, porque no hay, a su juicio, soluciones provisionales, transitorias, “metodológicas”, “de a poquito”, como solía decir el ingenioso hidalgo Pedro León Zapata. Extremos que desempeñan hoy el papel de extremo y mañana el de medio, “cabezas de Janos que ora se muestran de frente, ora se muestran de atrás y tienen un carácter diferente por atrás que por delante.

Lo que primeramente está determinado como medio entre dos extremos, se presenta él mismo ahora como extremo, y uno de los dos extremos el cual fue mediado por él con el otro, surge de nuevo como extremo entre su extremo y su medio”. Es como el león en el Sueño de una noche de verano que exclama: “Yo soy el león y yo no soy el león, soy Snug”. De hecho, están los abstencionistas de toda la vida y los electoralistas de toda la vida y, por supuesto, entre los extremos de los unos y los otros, están los Snugs.

Las consecuencias son conocidas: Sócrates fue acusado de “impiedad”, condenado y ejecutado; Platón fue encarcelado y vendido como esclavo; a Maquiavelo se le apresó, se le expropiaron sus bienes y se le confinó a vivir en un pequeño y apartado pueblo; Bruno, acusado de herejía, fue condenado a morir en la hoguera, y a Spinoza, “judío y ateo”, se le excomulgó y aisló, para que nadie pudiese cruzar palabra con él. A Fichte se le expulsó de la universidad y se le prohibió dar clases, mientras que Federico Guillermo IV decretaba “extirpar de las universidades la serpiente de la razón hegeliana”.

Cada filósofo, a su modo y en su respectivo tiempo, ha puesto en entredicho El traje nuevo del emperador, se ha atrevido a exclamar: “El rey está desnudo”. El poder, bajo la forma que asuma, no perdona la revelación de la verdad. A pesar de ello, la filosofía intenta, una y otra vez, recuperar –no pocas veces, furtiva y sigilosamente– el fuego secuestrado por el poder para encender las luces en las tinieblas y poner las cosas al descubierto. El precio, como se podrá observar, ha sido muy alto. Pero los regímenes pasan y el pensamiento sigue pensando. No es la política de la inmediatez, en suma. Ni cambia de posición de acuerdo con circunstancias e intereses. Si lo fuese no podría observar –y develar– en detalle lo que, por el contrario, las bajas pasiones y las ruindades del día a día suelen ocultar y envolver en nombre de los más nobles y elevados principios. Pero tampoco es “antipolítico”, porque todo “anti” es un espejo, la contracara, el otro lado del necesario reflejo del no-anti. El otro de ese otro: el lado abstracto del lado abstracto, que se niega a reconocerse a sí mismo. Política y antipolítica: un solo golpe los crea a los dos.

No están los “buenos”, de un lado y “los malos” del otro, como en los viejos westerns spaghetti, en los que la manipulación de la opinión del público termina presentando a il buonoil brutto e il cattivo como tres ángeles caídos del cielo. Ni hay encuestas inocentes, ni “metodologías” neutras, puras, “científicas”, como se las representan los Snugs de ayer y hoy. Habrá que preguntarle al equipo de campaña de Trump o al de Putín por la Black-Net. Considerados abstractamente, “lo bueno” y “lo malo” son afecciones con las cuales se percibe lo que alegra o entristece. Lo que los distingue está determinado por el concepto que se tenga de lo uno y de lo otro. Lo que es “bueno” para Trucutrú o para Regan (esa suerte de Linda Blair tachirense) es “malo” para el 80% de una población cansada de pasar toda suerte de penurias, maltratos y humillaciones. Y viceversa. Lo curioso es el hecho de no llegar a comprender que mientras mayores sean las divisiones en el seno de la oposición, mientras mayores y más difíciles de recoger sean los dimes y diretes, los insultos y las descalificaciones, que tanto los partidarios del voto, del no-voto o del “sí pero no” consideran como muy “buenas”, la percepción de lo que Dr. Jekyll y Mister Banana’s-Hyde consideran como “bueno” irá en aumento. La coincidencia es, como mínimo, asombrosa.

El tiempo presente de la política es un ricorso más, una nueva y siempre vieja figura de la experiencia de la conciencia histórica, caracterizada por el canibalismo del extrañamiento (Entfremdung) y el desgarramiento (Trennung). Una nueva edición, un nuevo fenómeno morboso, de la barbarie de la reflexión y del despotismo de todos, porque, paradójicamente, “cuanto más se amplía la cultura, cuanto más se vuelve multiforme el desarrollo de las exteriorizaciones de la vida, en el que se puede entrelazar la escisión, tanto más se consolida su atmósfera de santidad”. Quizá sea por eso que la política del tiempo presente ha llegado, por ejemplo, al desquicio de concebir las “alianzas” o los “frentes amplios” como el entrelazamiento (“la liga”) de los partidos políticos “con” la sociedad civil, como si los partidos políticos no fuesen organizaciones de la sociedad civil, como si la sociedad civil fuese un hueso y los partidos una piedra y se “entrelazaran” con una cuerda. ¡Oh, barbarie reflexiva! De nuevo, el auto-extrañarse, el no reconocimiento de sí mismo, pone al descubierto el profundo desgarramiento que la ratio instrumental –ese “brazo armado” del entendimiento– ha ido alimentando en el ser social y, correlativamente, en la conciencia social de este tristi y decadente inicio de siglo. Los medios se han hecho fines y los fines medios. Es “el mundo invertido”. El anuncio pomposo de “el fin de las ideologías” de otros tiempos ha dejado abierto el camino al más crudo cinismo de los intereses particulares de grupos gansteriles que han hecho de “la cosa pública”, es decir, de la Res-publica (sin acento), un muy rentable y jugoso negocio. Transmutado en “castrismo”, “madurismo” o “lulismo”, el “socialismo real” ha llegado, finalmente, a su fin final. Bye-Bye, Mr. Lenin. Y no se diga de esas extrañas (entfremdete) “afinidades electivas” que van surgiendo entre los antiguos partidarios de otras tendencias tan disímiles, tan antagónicas, que hoy provoca un cierto sentido del ridículo verlas montarse sobre el mismo “caballo”, en nombre del negocio de “la patria”.


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