El próximo miércoles 4 de abril, por iniciativa de la Organización de Naciones Unidas en el año 2005, se celebra el Día Internacional para la Sensibilización contra las Minas Antipersonal. En lo esencial, lo que la ONU y varias decenas de organizaciones no gubernamentales intentan en distintos lugares del planeta es informar y alertar sobre este problema, mucho más extendido y peligroso de lo que comúnmente sabemos. El campo de las advertencias no se refiere exclusivamente a los artefactos que conocemos como minas antipersonales. La sensibilización ocurre hacia minas antitanque, granadas, bombas, misiles y otros explosivos que en su momento no explotaron, que se encuentran sembrados o tirados, en distintas partes del mundo. A estos elementos se les agrupa con el nombre de Remanentes Explosivos de Guerra (REG).

El de las minas antipersonales y el de los otros explosivos dispersos, sin lugar a dudas, es una de las secuelas más perversas que dejan guerras y conflictos armados. Son perversas porque su letalidad se mantiene años y décadas después de finalizadas las confrontaciones. Ello explica que, en términos generales, su acción mortal ocurra en campos, bosques y regiones campesinas, y por qué, tan a menudo, sus víctimas son niños, excursionistas, personas que habían decidido explorar una zona poco transitada, campesinos o trabajadores que se desempeñan en actividades madereras.

Recordemos, además, que cada bomba-racimo contiene, a su vez, varias bombas que se dispersan al caer. Aunque en los reportes de los bombardeos de la OTAN, correspondientes a 1999 sobre la región de Kosovo, informan que se lanzaron 1.392 bombas, ellas contenían 295.000 bombetas, muchas de las cuales no explotaron. En los alrededores de la histórica ciudad de Prizen hay zonas enteras que están acordonadas, a la espera de que los explosivos sean detonados o retirados, después de que han matado o mutilado a decenas de kosovares. Solo en el ámbito geográfico que correspondía a la antigua Yugoslavia, en las dos décadas entre 1996 y 2016, más de 1.000 personas han perdido la vida del modo más brutal e inesperado.

En mayo de 2012, por ejemplo, un taxista chileno, que trasladaba a dos pasajeros a Perú, enfiló su vehículo por una vía en desuso, en una zona desértica. El vehículo pisó una mina, se convirtió en chatarra irreconocible, uno de los pasajeros perdió la vida y otro quedó gravemente herido. ¿Cómo es posible que una cosa semejante ocurriese en la zona fronteriza de dos países donde no se han producido hechos con armas? Se debe a la decisión del dictador Augusto Pinochet, quien ordenó diseminar 180.000 minas –léase bien, 180.000– en 1978, tiempos de alta tensión diplomática con Argentina y Perú.

En el año 2016 se produjo un alarmante incremento en el número de víctimas: se produjeron más de 8.605 explosiones, en los que murieron 2.089 personas. 78% de las víctimas fueron civiles, ajenos a los conflictos. Y, de ellos, 42% eran niños.

En la actualidad hay 61 países sembrados de minas. Perú, Chile, Colombia, Siria, Myanmar, Yemen, Afganistán, Somalia, la India, Camboya, Mali, Nigeria, Libia, Pakistán, Ucrania, República Democrática del Congo y Mauritania son parte de la lista. Hay otros, como Argelia y Mozambique, que han culminado los programas de eliminación de minas. Alguno, como Bielorrusia, ha anunciado la destrucción total de sus reservas de minas antipersonales. Angola, Ecuador, Irak, Tailandia y Zimbabue han solicitado prórrogas, puesto que, al cierre del 2017, todavía no habían alcanzado la meta de cero minas.

En América Latina, la situación de Colombia es, por lejos, la más compleja y dramática. El informe “La guerra escondida”, publicado por el Centro Nacional de Memoria Histórica y la Fundación Prolongar, en abril de 2017, contiene un riguroso análisis de una situación única en el continente: el uso por parte de grupos guerrilleros y de otras bandas armadas ilegales, de minas antipersonales, cuyas víctimas han sido, en lo primordial, funcionarios militares o policiales –lo que en el informe se denomina “fuerza pública”–.

En estos grupos se desarrolló una experticia en la fabricación artesanal de minas, tan letales y eficaces como las producidas industrialmente. La mina antipersonal ha sido uno de los métodos de guerra predilectos de los grupos armados. El uso de estos artefactos ha sido letal: hasta la hecha de publicación del informe, las víctimas sumaban 11.481. De ellos, 7.028 eran miembros de la fuerza pública, y 4.453 civiles. Del total, 30% son niños y adolescentes, y 25% eran personas que cumplían la tarea de erradicar manualmente los cultivos ilícitos: la narcoguerrilla sembraba los campos de minas, para aterrizar a los funcionarios designados a la tarea de destruir los sembradíos de amapolas.

El Consejo de Seguridad de la ONU aprobó en junio de 2017 una resolución que propone la eliminar el uso de minas antipersonales, lo que viene a ratificar lo aprobado en la Convención de Ottawa, de septiembre de 1997, que prohibió las minas terrestres antipersonal. Desde entonces, en muchos países se han producido avances sustantivos en la materia. Pero en los conflictos de Colombia, en el Medio Oriente y en varios países de África, la siembra de minas ha sido recurrente, especialmente por parte de grupos irregulares. El otro factor en juego es de orden económico: desactivar o detonar una mina, con la seguridad requerida, cuesta alrededor de 1.200 dólares. Solo en la región de la antigua Yugoslavia hay más de 150.000 artefactos esperando a ser eliminados. En el caso de Colombia, hay otro factor más complicado: hasta hace muy poco (e incluso se piensa que todavía) hay grupos sembrando explosivos para evitar la acción de las autoridades.

Una estimación señala que hay más de 100 millones de minas y REG por eliminar en el planeta. Por lo tanto, es crucial y urgente apoyar todos los esfuerzos para resolver esta deuda con la paz en nuestra sociedad.

@lecumberry


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