El siglo XX es pródigo en grandes hitos. Nunca la humanidad había sumado tantos descubrimientos, avances y hechos de impacto planetario en tan poco tiempo. Y, sin embargo, afirmamos sin titubeo que uno de los momentos más significativos de la pasada centuria fue la aprobación de la Convención de los Derechos de los Niños, en 1989.

Entre el compromiso promovido por la Liga de las Naciones y firmado en 1924, con el nombre de Declaración de los Derechos de los Niños, y la Convención de 1989, tuvieron lugar atroces guerras y genocidios, que fueron ampliando y profundizando la conciencia del valor de los niños. Cuando se aprobó en 1989, solo 20 países la suscribieron. Hoy ese grupo ha aumentado a 194: dato explícito de cuánto ha cambiado la percepción del asunto en menos de 3 décadas.

Es un momento significativo porque, más allá de su carácter reivindicativo, fue precursor de un verdadero salto cualitativo: el reconocimiento en cada niño de un estatuto de ciudadanía. El niño, además de individuo al que la familia, las instituciones y el Estado deben unas garantías, pasa a ser alguien cuya voz debe ser escuchada. Obviamente, como ocurre con cualquier otro derecho, se trata de una cuestión compleja y controversial. Hay, por delante, todo un camino por recorrer. Pero el avance es irreversible. El niño como un objetivo superior, que tiene derecho a participar en su destino, quedó establecido. Y, desde entonces, no son pocas las buenas noticias que se han producido.

La primera auspiciosa nueva es que la Convención ha dado lugar a un extendido fenómeno legislativo: decenas de países han aprobado textos donde los derechos de los niños adquieren el estatuto de ley; y en algunos casos, la condición de derechos constitucionales. Más difícil de documentar, pero visible para cualquier observador, es la cuestión de la relevancia de los niños en la esfera pública. Ahora, a los menores se les escucha más, se les entiende más, se les valora más.

Cierto es que persisten realidades marcadas por la violencia, el desconocimiento y la subestimación de los niños. Pero también lo contrario es extendido: se dan, en el seno de la familia, en la escuela y ámbitos donde el niño vive a diario, experiencias de interlocución con sus pares y con los adultos.

La voluntad de reivindicación del menor ha ido más allá de lo meramente discursivo: numerosos gobiernos han creado programas, instituciones especializadas, políticas públicas y presupuestos para la acción social. Cuando se revisan los indicadores globales, no puede negarse que se han producido avances: la tasa de mortalidad infantil se ha reducido casi a la mitad, en poco más de dos décadas. Lo mismo puede decirse de las letales diarreas, reducidas también a la mitad. Las muertes por malaria, pasaron de 800.000 a 456.000. El número de niños que no va a la escuela pasó de 104 millones a menos de 60 millones. Y hay otras cifras elocuentes, que ratifican que los esfuerzos no han sido vanos.

Pero ninguno de los datos o perspectivas aquí consignadas debe tranquilizarnos. Tal como señala Anthony Lake, director ejecutivo de Unicef, en el prefacio al informe “Estado Mundial de la Infancia 2016”, la inequidad continúa poniendo en riesgo severo las vidas de millones de menores, especialmente en la región del África subsahariana: de cada diez niños en situación de pobreza extrema, nueve viven en esos países. Pero el problema de los derechos del niño también adquiere una dimensión especial en los países desarrollados, en el contexto de los movimientos migratorios. En Estados Unidos tenemos el caso de los llamados “dreamers”; (“soñadores”). Desde pequeños no conocen otra nación ni tienen otra identidad cultural que la norteamericana, pero crecen como ciudadanos sin documentos al haber emigrado de forma ilegal por decisión de sus padres, quienes han actuado movidos por la búsqueda de oportunidades o escapando de la violencia. Concederles un camino a la ciudadanía plena, con goce de todos los derechos sociales (educación y salud, los más relevantes), en unión de sus familias, es un notable paso en el marco de los derechos del niño. El fenómeno se repite en países europeos.

En África, América Latina y otras regiones del mundo, el panorama se ve perfilado por el hambre y la enfermedad, las múltiples formas de violencia y discriminación –incluidas las perpetradas en hogares y escuelas–, la devastación causada por la delincuencia, el reclutamiento forzoso por parte de guerrillas, narcotraficantes y bandas paramilitares, la explotación sexual, la educación autoritaria y tantas otras terribles realidades; así como las consecuencias de los movimientos migratorios hacia países desarrollados (en buena medida, como resultado de los problemas ya inventariados).

Está claro, pues, que la acción debe continuar y llegar todavía más lejos. No cabe esperar, porque se trata de vidas en riesgo. Como dice Anthony Lake, “la hora de actuar es ahora mismo”. Finalmente, los niños son responsabilidad de todos lo adultos y constituyen la forma más expedita y noble de contribuir con un futuro mejor para el planeta.


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