En estos días de confusión y de violaciones continúas de la ley, ha salido a relucir el tema del suicidio como explicación a la dolorosa muerte de Fernando Albán, recluido en la sede de un órgano de seguridad del Estado.

En primer lugar, lo que debe resaltarse y reafirmarse rotundamente, sin controversia, es la responsabilidad que asume el Estado, constituido en garante de la vida de quienes tiene bajo su custodia, obligado a tomar todas las medidas para preservarla.

En segundo lugar, ante la muerte de un recluso o de un preso en una institución publica, no cabe adelantar hipótesis alguna de un suicidio, hecho excepcional con posibilidades y obligación de evitarlo y cuya ocurrencia, a pesar de ello, puede sobrevenir como producto de una grave crisis emocional, de un estado depresivo severo o en algunos casos –los menos– como consecuencia de un acto “racional” de pretendido dominio sobre la vida, no sujeta a disposición del hombre y en una clara afirmación en contradicción con la fe que anima la vida de un creyente.

Por supuesto, lo expresado nada tiene que ver tampoco con casos de inducción al suicidio o de ayuda a quien ha tomado la decisión de poner fin a su existencia, conducta sancionada por nuestro código penal como expresión de la protección y salvaguarda del bien de la vida y por la cual castiga al inductor o favorecedor de la opción suicida, ya sea que esta pueda resultar consumada con la muerte o que ello no ocurra, tal como ahora lo prevé la ley sobre el derecho de la mujer a una vida libre de violencia (art. 59).

Pero el tema del suicidio no viene al caso cuando se invoca para amparar la conducta de quien, contra la voluntad de otra persona, realiza acciones dirigidas a que esta ponga fin a su vida o simplemente la utiliza como instrumento para llevar a cabo su propia acción de ocasionar la muerte de otro y simula circunstancias suicidas. En estos casos no hay suicidio, ni estamos ante el tipo penal de inducción o ayuda al suicidio. Aquí el suicidio se presenta o se ofrece como una apariencia que esconde un grave hecho de homicidio, de la misma manera en la que, en no pocos casos, un homicidio doloso se planifica y encubre bajo la apariencia de un “accidente automovilístico” o de un hecho culposo.

Ante lo ocurrido, por estar concernida una institución policial del Estado y un adversario político, se impone extremar el celo por una investigación objetiva, imparcial, transparente que resulte inobjetable ante una colectividad doliente y una familia inconsolable afectada en sus más nobles, profundos e íntimos sentimientos que demandan, una vez más: ¡Justicia¡

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