La política sistemática de indiferencia, complicidad y estimulación por parte del gobierno nacional frente a decenas de acciones vandálicas contra establecimientos comerciales privados en las últimas semanas deja al descubierto para cualquier inadvertido que no asistimos a actos aislados o accidentales, sino que se trata de una herramienta más para apretar las tuercas de la maquinaria estatal abusiva y opresiva en rumbo hacia el despeñadero socialista. Recordemos que uno de los objetivos históricos concebidos por los padres intelectuales y posteriores acólitos de esta retorcida ideología apuntaba justamente a la abolición de la propiedad privada y del “Estado burgués”, aquella efigie que sirvió para ocultar su contenida envidia y malestar hacia la naturaleza del hombre tal cual es –ver El origen del hombre, de Charles Darwin–, un ser finito e imperfecto con grandes potencialidades por descubrir y materializar en libertad, lejos de todo reduccionismo, determinismo, idealismo surreal o pretensión de decisión sobre los asuntos esenciales de vida de aquel por terceros “más sabios” que disponen y planifican a placer violando derechos personales, en tanto estructuran unas condiciones de vida que alejan a los seres humanos de la más simple y trascendental pregunta de la conciencia individual: quién o qué queremos ser y hacer.

Hoy Venezuela se ha convertido en un campo de experimentación de prácticas no solo violentas contra derechos y propiedades ajenas sino, quizá más preocupante aún, criadoras de antivalores en el tejido social, de esa médula consustancial con la moral civilizada que debe portar cualquier persona digna para alcanzar su bienestar, vivir en sociedad con otros de forma pacífica y cooperativa mejorando la calidad de vida del conjunto. Robar, mentir, incumplir la palabra empeñada, manipular, delatar, propagar desconfianza, traicionar y comprar conciencias, son solo algunos de los métodos a través de los cuales el régimen socialista persigue corromper a los venezolanos, quebrando a los “enemigos” –como bien lo afirman sus cabecillas constantemente– en el plano espiritual, hasta hacerle creer que su destino ya no depende de sí mismo o, lo que es igual, que no hay un destino más allá de la tiranía gubernamental y es ella la única que puede garantizar la supervivencia de la población, aislando cada vez más a la personas en confusión, desesperación y dolor dentro de una espiral de caos social.

Uno de los valores angulares de la sociedad moderna es el trabajo, plasmado a través de la puesta en práctica de nuestras capacidades, por medio del esfuerzo físico y mental, en el proceso productivo de generación de riqueza, así como en la resolución de problemas cotidianos en los diversos ámbitos de la existencia, en aras de mejorar nuestra situación individual y, como derivado, contribuir a la optimización de las condiciones de vida de todos. En su obra La riqueza de las naciones, Adam Smith repasa algunas de estas premisas en relación con la importancia del trabajo y la consecuente división que de él surge, así: “En una sociedad civilizada el hombre estará constantemente necesitado de la cooperación y ayuda de grandes multitudes (…) Y así, la certeza de poder intercambiar el excedente del producto del propio trabajo con aquellas partes del producto del trabajo de otros hombres que le resultan necesarias, estimula a cada hombre a dedicarse a una ocupación particular, a cultivar y perfeccionar todo el talento o las dotes que pueda tener para ese quehacer en particular”. Incluso Max Weber reconocería varias de estas características en su libro Economía y sociedad, al decir que “el óptimo en el ejercicio del trabajo sólo se alcanza mediante especialización racional y continuada (…) la inclinación al trabajo siempre ha estado condicionada por un fuerte interés propio en el éxito”.

Desafortunadamente, en estas horas tétricas la nación resiste los embates de este caos social incitado desde el poder, por medio de diversos mecanismos entre los que se encuentran los saqueos, que incapacitan no solo a los locales comerciales, abastos y empresas de ofrecer sus habituales productos y servicios, sino que liquida el elemento central del trabajo privado, aquella forma de empleo que depende de las inversiones y de la generación de riqueza para aumentar el salario real de los trabajadores, y no mediante emisión de moneda sin respaldo, subidas arbitrarias de impuestos o precios elevados de materias primas para financiamiento gubernamental ilimitado –cuando no de corrupción– como ocurre en no pocas ocasiones en el sector público, a costa del expolio de unos para dar a otros mediante la redistribución de la riqueza, verdadera concreción del juego de suma cero y bandera de un peligroso concepto de justicia social –ver trabajos de F. A. Hayek y Leszek Kolakowski al respecto.

De esta forma, los saqueos, así como el aumento del salario mínimo en condiciones de improductividad severa y los controles de precios, componen la fórmula de destrucción gradual del trabajo y la propiedad privada, que hoy intenta avanzar desesperadamente ante la pérdida de fe de muchos venezolanos en la fantasía colectivista, aquella que de pronto se esfumó y lo teletransportó a esta realidad de aislamiento, inseguridad y pobreza. ¿Lo lograrán? Dependerá de nosotros, los ciudadanos, el permitirlo o no.


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