Cuando se hace referencia a las tiranías, generalmente suele identificarse al tirano con una única persona en cabeza de la cual recae todo el ejercicio despótico del poder, quien decide los destinos de los miembros de la sociedad oprimidos y dirige las acciones de sus esbirros para tal fin.

Así suelen ser los casos de las ideas que nos hacemos de famosos tiranos y dictadores en la historia desde Creonte, Solón, Atila, Nerón, Calígula, Iván el Terrible, Hitler, Mussolini, Stalin, hasta muchos más recientes o cercanos como Gómez, Pérez Jiménez, Trujillo, Pinochet, Duvalier, los Castro, y sus muchos seguidores y sucesores en la antigua empresa del despotismo.

Si bien ese desempeño despótico del poder puede ser ejercido y atribuido a únicas y específicas personas, lo que particularmente ocurría con anterioridad a la formación de la idea de soberanía popular y del Estado moderno; hoy, lejos de entender el fenómeno de la tiranía como algo personalista y dependiente de una única voluntad, sea del líder, führer, duce, caudillo por la gracia de Dios o comandante supremo, nos encontramos más bien ante un sistema tiránico, cuyos engranajes de la maquinaria del totalitarismo pueden girar en torno a uno o varios ejes, ideologías o personajes específicos, con vida o fallecidos, verdaderos o reinventados, y que como todo sistema, para su mantenimiento y subsistencia, necesita la articulación de sus piezas, sus diversos subsistemas, correspondencia de pesos y balances, y hasta de una necesaria resistencia que le permita racionalizar su actuación y justificar sus tropelías.

El sistema tiránico, que como todos los demás se ha venido perfeccionando a sí mismo con el tiempo, no solo funciona y se nutre de los aportes e intervención activa del tirano, sus acólitos, seguidores directos y aduladores, de los ponerófilos, como los refería Aristóteles, sino que también, y muchas veces en mayor grado que aquellos, el sistema se nutre de esos sectores que si bien están llamados a hacerle frente y oponérsele, resultan en agentes del propio despotismo, sea voluntaria o involuntariamente, activa o pasivamente, ilustrada o imbécilmente y para su sostenimiento necesita tanto de radicales como de reservados en la oposición contra quien dirigir sus amenazas y acciones intimidatorias, muchas veces sin que estas se materialicen mediante su detención y neutralización, sino que basta con que las amenazas sirvan para enviar un mensaje ejemplarizante a todo el que pudiera atreverse a enfrentar al régimen, a tirar la primera piedra; pero claro está, también puede la tiranía, sin reserva alguna, directamente ordenando a sus hordas o mediante complaciente y cómplice tolerancia con el crimen común, amedrentar, golpear y hasta asesinar a los disidentes, específicos o al azar; en fin, con no otra finalidad que la de crear terror, y en caso de algún levantamiento o protesta achacarle a los legítimos reclamantes el mote de terroristas y de esa manera justificar una mayor opresión.

Se ha de destacar la participación activa o pasiva de la “oposición” en los engranajes del sistema, porque los extremos en pugna existencial reducen a las voces de “oficialismo” y “oposición” las posturas de los miembros de la sociedad que estarían apoyándolos, todo lo cual es otra de las estratagemas utilizadas comúnmente por las tiranías, o mejor dicho, de los sistemas tiránicos: la categorización en sectores opuestos entre la propia población con la intención de generar tensiones entre ellos y de esa manera mantener los engranajes del sistema funcionando, fricción que se mantiene con la esperanza de que los grupos a medida que logren ir ascendiendo dentro de los subsistemas y en el sistema en general, puedan servirse para sus propios beneficios, y es así como se observa que no existe ni un solo aspecto de la sociedad que no esté invadido por el flagelo de la corrupción, que se apoya en la victimización de los oprimidos, quienes al tener su moral y dignidad reducida a miseria son incapaces de hacerle frente por temor a perder la opción de soñar con una bolsa de comida, a un espacio donde dormir aunque no sea de su propiedad del que podría revocarse su “adjudicación”, o cualquiera otra dádiva que se le exija a cambio de su conciencia y dignidad.

Ante las perversiones del Estado y la corrupción generalizada, más allá de una evidente patocracia, el sistema político venezolano ha devenido en un régimen de gestión de la miseria y la violencia, en la que los actores políticos se valen de las necesidades más elementales de los miembros de la sociedad para hacerse del poder de dirigir los engranajes del sistema tiránico.

Es de advertir y ser meridianos en afirmar que la sociedad civil en general, sus miembros no son, por naturaleza, por antonomasia, ni oficialistas ni de oposición; ni se deben por su sola condición de ciudadanos a ninguna estructura política agonal, contrariamente son los Estados y sus estructuras las que se deben a los ciudadanos, por ello es que otra de las más graves perversiones del sistema tiránico, en el que existen diversos engranajes y subsistemas, es que se pretenda que los miembros de la sociedad civil deban estar inscritos, ingresar o formar parte de estructuras, grupos, asociaciones, batallones, comités, planes, misiones, comandos o como quiera que se llamen, para tener acceso a cualquier producto o servicio, principalmente los servicios públicos a los que todos los ciudadanos sin distinción tienen derecho; imposiciones a los miembros de la sociedad de ingresar en este sistema de manipulación, extorsión e ideologización al buen estilo del Gleichschaltung [1] nazi que crease las “juventudes hitlerianas” o Hitlerjugen, entre otros mecanismos de “nazificación”; por ello debe rechazarse totalmente que los ciudadanos que forman parte de la sociedad civil y no ejercen militancia alguna se les tilde o refiera como oficialistas u opositores, con más razón bajo la dominación de un sistema tiránico. A los ciudadanos les ha de corresponder ser resistencia o colaboracionista de la tiranía, de ser

El nacionalsocialismo como régimen y sistema totalitario, si bien operaba en torno a la figura de una persona, la del führer, no hubiese sido posible instaurarse y gestionar el terror como hizo sin la existencia de acólitos que tenían a su cargo el funcionamiento de diversos subsistemas, y es aquí donde entran en escena abominables personajes y sus ominosas prácticas que iban desde la creación de su propia concepción de la justicia y derecho hasta una planificada logística de exterminio, prácticas que no se hubiesen verificado sin las contribuciones, más o menos activas en sus áreas del conocimiento como fueron las de Carl Schmitt, Martin Heidegger, Josef Mengele, Heinrich Himmler, Joseph Goebbles y Adolf Eichmann, entre otros, este último, enjuiciado y condenado a muerte en Israel, proceso sobre el cual la politóloga de origen judío Hanna Arendt fundamentó su obra Eichmann en Jerusalén, en la que sacó a la luz la controversial expresión de “banalización del mal” con la que destaca como la indolencia, el egoísmo o falta de imaginación pueden resultar en la transgresión de la vida y dignidad de otros, y como la falta de pensamiento puede devenir en una locura moral, no solo de los actores de los hechos abominables, sino de la población general que se hace fácilmente manipulable ideológicamente por cualquier concepto frívolo de lo bueno y lo malo, lo que explicaría como ciertos sectores de la sociedad, principalmente los más bajos, incurren en obediencia ciega, mientas que los más altos y medios reaccionan por odio al débil, mezquindad, hostilidad y avaricia, elementos estos que sirvieron para el mantenimiento del nacionalsocialismo[2], más allá de las acciones de los agentes del terror.

Salvando las evidentes diferencias en el contexto histórico y los trágicos acontecimientos vinculados con el nacionalsocialismo y la Segunda Guerra Mundial, en cuanto al surgimiento e instalación del régimen, no existen mayores diferencias con la del socialismo del siglo XXI en Venezuela, que se identifican desde la perversión de la concepción del Derecho, en abuso de leyes habilitantes Ermächtigungsgesetz y decretos de emergencia; y claro está, la utilización del sistema de administración de justicia como lo fuese el del alto tribunal alemán Reichsgericht para justificar con sus decisiones las tropelías del régimen, ahora se le suma otra identidad más, la de la banalidad del mal, en una nueva versión caribeña siete décadas después.

Más allá del Estado fallido resultante del sistema tiránico que representa el socialismo del siglo XXI, si existe algún signo distintivo de sus agentes y promotores, además del caradurismo y desfachatez al negar el total deterioro y destrucción de las instituciones y valores democráticos, es su cinismo, que no podría ser calificado de ninguna otra manera que de sociopatía o una nueva versión caribeña del siglo XXI de “banalidad del mal”, que es evidente al pretender una normalidad social que no es tal, cuando somos más que testigos, víctimas, del padecimiento de nuestra población de enfermedades que se habían erradicado, la existencia de una crisis y emergencia sanitaria y humanitaria, parturientas en pisos de hospitales, falta de alimentos y medicinas, la mayor inflación de la región y uno de los países más corruptos del orbe, uno de los índices más altos de criminalidad del mundo con un número de homicidios jamás imaginado, en el que los órganos de seguridad ciudadana además de haberse convertido en instrumentos a la orden de la tiranía, son los primeros extorsionadores y violadores de derechos fundamentales. Un país en el que la imagen diaria y que mejor describe su actual situación y su banalización, es la de niños que se alimentan directamente de la basura, escena que no solo ocurre en lugares aislados y que puedan pasar inadvertidas, eso ocurre en todas y cada una de las regiones de nuestro país, Venezuela, y que los abominables actores del sistema tiránico del socialismo del siglo XXI se niegan a reconocer, porque su revolución es más importante, porque les es normal, porque su conciencia está corrompida, porque la vida, la libertad y la propiedad no les vale nada, porque cuando el mal se convierte en algo banal, no es que deja de tener importancia, sino que se nos hace cada vez normal convivir con él y nos deshumaniza, y es lo que a toda costa debemos evitar, deshumanizarnos, bestializarnos, como lamentablemente en estas últimas dos décadas nos ha ocurrido, y en nuestras manos se encuentra la posibilidad de dejar de serlo.


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