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Solo un artista pintor puede interpretar, con el calado de su legítimo oficio, las obsesiones del mundo de la pintura. Y narrar, verbal y visualmente, el universo atormentado de quien navega entre la genialidad, y sobre ríos creativos de inseguridad turbulenta. Este es el caso de tres artistas destacados: de un hombre de materialidades propias del collage, quien ha trabajado sobre lonas recuperadas, platos quebrados de reminiscencias griegas, y estampas de tradiciones religiosas orientales. De uno de los más grandes poetas de nuestro tiempo en lengua inglesa, y del pintor británico más revolucionario del siglo XX. 

Julian Schnabel -crecido en Texas- atina con buena puntería de su caballete fílmico con películas memorables, como las dedicadas al perseguido poeta cubano Reinaldo Arenas; al malogrado suicida del grafiti plasmado en lienzos millonarios que fue Basquiat; a la invención de un lenguaje para comunicar con un impedido casi total del “síndrome de cautiverio; y ahora, enfocando magistralmente a otro lúcido-desquiciado que revolucionó el lenguaje de las obras pictóricas: Vincent van Gogh.

Asistí a este último planteamiento cinematográfico sin haber reparado en que se trataba de una película del controvertido artista plástico y cineasta cuyos atrevidos despliegues matéricos en exposiciones colosales le han atraído por igual admiración y olímpico rechazo. Ver Van Gogh, a las puertas de la eternidad de Schnabel me fue intrigando desde el inicio por el manejo deliberadamente caótico de una cámara detrás de un personaje que vivió entre la reivindicación de su visión vital aplicada a los lienzos (materializaba sus emociones sobre espesas capas de óleo), el desprecio y la falta absoluta de reconocimiento. Sobresale en su obra una dimensión de átomos lumínicos suspendidos en campos y cielos que desabrochan estrellas, dejando rendijas de asombro inédito en sus destellos

Van Gogh sufrió, de modo trágico, el desdén de muchos de sus congéneres del pincel y de los críticos oficiales que dictan moda pero que carecían de los instrumentos poéticos y ensayísticos utilizados por Baudelaire, Zola o Mallarmé para descifrar otros misterios de la pintura de su tiempo.

De todas las cintas dedicadas a este anarquista del color que acabó creando atmósferas de cromatismo único, esta película de Schnabel es la más atinada en su contextualidad dramática y lección ética de una esforzad existencia. En el Parnaso que representó su época, con otros genios tan castigados como Gauguin, el holandés sigue representando un emblema de una excelencia que choca con la estupidez de una “academia” anclada en las convenciones, e incapaz de abrir ventanas a las legítimas corrientes revolucionarias.

Hoy se asiste con reverencia a lo que en su tiempo fue denostado con furia pequeño burguesa en una Francia que se conformaba privilegiando un arte figurativo de florecitas, paisajes y retratos bienestantes para adornar salones, pero que dentro de su inmovilidad ya presagiaba el advenimiento de una estética que daría paso a la excepcionalidad de Cezanne, Monet y Manet, al grito inconformista de Dadá y al canto libertario de los surrealistas -y no dejo pasar de lado  la maestría fundamental de Courbet, Ingres, o Delacroix-.

Y así como Schnabel ha utilizado la espátula de sus cámaras digitales para narrar en un espacio-tiempo cinematográfico la tensión existencial de uno de los más grandes espíritus de la pintura universal, otro arista descomunal, Francis Bacon rindió un homenaje que considero de lo más afortunado del trabajo de un hombre que junto con Picasso y a Duchamp abriría una de las brechas más trascendentales del siglo XX para el ejercicio del arte pictórico.

La muerte, hace dos años, del más grande poeta en lengua inglesa del Caribe, el Nobel Derek Walcott, sigue siendo una pérdida enorme para la literatura -pero también para la pintura. Fue también retratista y acuarelista notable-. Convivimos muy de cerca de él mi mujer y yo en Santa Lucía. El lúcido poeta era también dramaturgo y estaba empeñado en escribir otra compleja trama teatral. La mujer de Walcott  nos había hecho la confidencia de que el autor de Omeros trabajaba en una pieza que le obsesionaba y ello nos impedía preguntar sobre el curso que iba tomando el texto guardado a siete llaves. Una noche, después de la inauguración de una exposición suya, Walcott nos invitó a cenar en el club de pesca de Rodnay Bay. Allí se mostró más espléndido que nunca. Mandó abrir una de las mejores botellas y al brindar lanzó sobre la mesa un manojo de páginas manuscritas, diciendo: «Hoy puse punto final a mi nueva -y última- pieza de teatro». La algarabía se desató. Asistíamos a la culminación de un prometedor trabajo concluido. 

Andre Bagoo, de Newsday en Trinidad y Tobago escribió al respecto: “…El lenguaje de La noche estrellada de Walcott es lo que te esperas de un laureado con el Nobel. Lenguaje rico, seductor, escéptico, con líneas que recuerdan a Shakespeare en un momento, y escatológicas inmediatamente después, pero siempre perfectamente poéticas, ideadas para cada página. Algo así como Esperando a Godot de Beckett, con un par de seres humanos alimentándose uno al otro, es lo que fluye a través de las venas de esta pieza…

…y es una pieza sobre el amor. No necesariamente en el sentido carnal, si no sobre una tensión creativa. Sobre lo que dejamos atrás después de muertos. Sobre a quién amamos y por qué. A quiénes hemos permitido que nos amen, y a quiénes nos hemos permitido amar nosotros mismos. La cuestión central de este proceder es conocer si el amor, en cualquier forma, no es en sí mismo una especie de locura en éxtasis. Ambos personajes (Van Gogh y Gauguin) están inmersos en un diálogo eterno: uno está preocupado por ideas, el otro, por pragmatismos. Y ninguno ha sido el mismo sin el otro. Es esta la última pieza de teatro acerca de una historia de amor entre hermanos…”.

En definitiva, el delirio creativo y genial de Van Gogh es una huella inextinguible que han seguido con fortuna espíritus creativos de la estatura de Francis Bacon y Derek Walcott; y que ha provocado también el desvelo artístico de pintores y cineastas como Julián Schnabel, y de la entrega escénica tan alta de William De Foe. Tal vez el hecho de que se les haya negado un reconocimiento en los recientes premios Oscar sea una garantía adicional de que su propuesta de hondo calado estético y reflexivo perdurará más allá de las claras estrategias comerciales de las productoras, por más reivindicaciones nostálgicas extremas, sociales y políticas que hayan postulado otras cintas.

Muestra en homenaje al Bacon Van Goghiano


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