Hubo algún momento en que la historia de un país podía contarse a través de sus revistas culturales. Hasta el siglo XX, podríamos decir, esa continuidad se daba. El Modernismo hispanoamericano contagiaba a sus adeptos a través de revistas que se editaban simultáneamente en varias capitales. Tuvimos revistas surrealistas, vanguardistas, experimentales; o también dedicadas a géneros: de poesía, de narrativa, de ensayo. La literatura sureña, por muchos años, nos llegaba a través de la revista Sur; la colombiana, a través de la legendaria Eco; la mexicana, a través de Plural y luego de Vuelta. Estados Unidos y España tuvieron una robusta tradición de revistas académicas: en el primer caso, destaca la Revista Iberoamericana; en el segundo, Cuadernos Hispanoamericanos. Venezuela no escapa de esa tradición, pues grupos, en un primer momento, e instituciones, en otro, se hicieron notar a través de sus respectivas revistas: El Cojo Ilustrado, una leyenda editorial, le dio la vuelta al siglo XIX y cautivó a lectores hasta bien entrado el XX; Poesía, la revista valenciana, existe desde los años setenta; Imagen y Revista Nacional de Cultura, con sus altibajos, han sido revistas longevas entre nosotros.

La primera impresión que me ha causado Sarcófago –una apuesta editorial del Grupo Lugar Común, bajo la dirección del poeta Igor Barreto– es su expreso anacronismo. Esto es, editar una revista en formato impreso cuando todo apunta a lo digital y cuando la carestía de medios lo hace imposible. Estamos de pronto en otro mundo, o en otra época, tratando con un objeto que ya es de por sí museable. Al recorrer sus páginas, recuperamos hábitos olvidados; al ver las imágenes, sentimos que ellas también son parte de un discurso editorial, y no mero soporte ilustrativo. Por momentos, al intentar entroncarla en nuestra tradición, he recordado los mejores número de CAL, la emblemática revista de los años sesenta que animó Guillermo Meneses, que pensaba cada número como un objeto de arte, porque Sarcófago también lo es de cabo a rabo: la experimentación tipográfica, que no duda en hacer convivir familias de letras; el formato vertical, que es superior al tabloide; el tipo de papel, que le da un aspecto de periódico ilustrado; la fotografía, que construye un discurso paralelo; y la reproducción de obras de arte, con profundo sentido político, que editorializa sobre la situación nacional sin tapujos.

Un viento de frescura cuando todo conduce al desaliento, una lección de vigilancia intelectual cuando todo es despropósito, una prueba del buen estado de nuestro pensamiento cuando todos nos creemos en silencio, un ejemplo de suma de voluntades cuando todo nos conduce a la segregación y el recelo. Hay una vitalidad indiscutible en estas páginas: de pensamiento, de escritura, de análisis, de crítica. Estamos vivos (estamos intelectualmente vivos), y cuando esta época se revise desde el futuro, estas serán las acciones que contarán, las huellas reales de estos tiempos, y no la nadería llena de ideas huecas, de propósitos nulos y de acciones invisibles. Al discurso que nada logra porque todo lo recubre, he aquí una respuesta llena de realidad, esencia e ideas. Vamos a ver en estas páginas a un Bolívar saltarín que aparece en todos los recodos, como lamentándose de no aportar nada; vamos a ver a los jerarcas del régimen sumando más vacío al vacío, desnudos como siempre han estado: una vocinglería nula que ha terminado por anularlos.

Como punto final, revista que reconoce a otras revistas, Sarcófago entrega a sus lectores, a manera de guiño, un obsequio editorial: la última edición de la revista El Puente que no pudo llegar a imprenta en su momento. Viene a manera de encarte, pero es también un ejercicio de anacronismo, porque da cuenta de otra apuesta revistera que se encauza en la línea de la vigilancia crítica y la creación.

Sarcófago anuncia su vida editorial con resurrecciones anuales. La espera podrá ser larga, pero la emoción inalterable.


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