Los días de la Semana Mayor me dieron la oportunidad de recorrer por tierra el tramo carretero que une a Cúcuta con Bogotá. 

Allí pude apreciar a lo largo del camino el rostro sangrante de una nación. Miles de seres humanos, muchos descalzos, caminando hacia un destino incierto, expuestos a los riesgos de una carretera difícil, a un sol de montaña, a la lluvia de los páramos, con temperaturas muy frías. Hombres, mujeres y niños arrastrando un bolso o una maleta, caminando largos tramos, solicitando a algún conductor el gesto de ofrecerle un espacio en sus vehículos para avanzar.

Ciertamente la generosidad de muchas personas hace más llevadera por momentos y lugares la travesía, pero también surgen los imponderables de los que no ven con simpatía, ni piedad, aquel peregrinaje sufriente de un pueblo que tomó el camino del éxodo.

Duele en el alma ver aquella romería. Observar a personas caminar por el filo de una plataforma carretera, abierta en la altura de una montaña, por donde apenas pasa un vehículo de carga de grandes proporciones, y cuyo hombrillo es la profundidad del abismo. O también ver los albergues abiertos en diferentes puntos del camino, por particulares, por la Iglesia Católica, la Cruz Roja y el mismo gobierno de Colombia.

Albergues, como el de Pamplona, en los que ya no había cupo y donde los migrantes se agolpaban a sus puertas, buscando alimentos y un espacio para pernoctar. Lo cierto es que a lo largo de caseríos, pueblos y ciudades se ve la huella de la impronta que esta tragedia de Venezuela va dejando en la geografía colombiana.

Al salir de la ruta y entrar en las ciudades y pueblos, observamos a los compatriotas trabajando duro, en diversos oficios. También observamos la informalidad y la mendicidad de hombres y mujeres que, apostados a las puertas de iglesias, mercados, restaurantes o en cualquier parque o calle, muestran ese rostro lesionado de una miseria que no había conocido nuestro pueblo.

Se trata de una legión de personas, la mayoría hombres jóvenes, muchos adolescentes, también mujeres, que caminan por la cinta asfáltica buscando llegar a un destino. El éxodo de la juventud se convierte en el daño más severo que la dictadura le está propiciando a nuestra nación. Ahí está la base humana de la reconstrucción de nuestro país. Ver miles de adolescentes caminar por aquellos parajes. Constatar que han dejado la escuela, el liceo, la universidad para ir a buscar trabajo y comida constituye un hecho de suma gravedad.

Este fenómeno sociológico, que es la diáspora, se ha venido desarrollando en diversas etapas. Progresivamente hemos ido perdiendo un capital humano esencial en la vida de una sociedad. Las clases medias, formadas a lo largo de varias décadas, profesionales de alta calificación técnica y científica, emprendedores, promotores de riqueza y trabajo. Todos empujados hacia otros destinos por el proceso de cierre progresivo de las libertades fundamentales, entre otras las libertades económicas; y por la alianza entre el régimen y el hampa, que ha producido una violencia impune para afectar la vida e integridad de miles de compatriotas.

Ese recurso humano constituye la fuerza motriz de toda sociedad. Son los promotores de su crecimiento y desarrollo. En ese valioso segmento social está el conocimiento, elemento sin el cual no es posible el aprovechamiento de las potencialidades y riquezas que un territorio como el nuestro ofrece, además de constituir la base de los procesos educativos, organizacionales y sociales garantes de la calidad de vida de las sociedades modernas.

Después fueron migrando sectores medios. Técnicos especialistas, enfermeros, operarios, mecánicos, electricistas, plomeros, panaderos, chefs, estilistas y otros oficios. Luego obreros y personas sin profesión u oficio, que buscan hacer lo que se les permita o puedan, con tal de acceder a algún ingreso.

En fin, la perdida del capital humano que sufre Venezuela es dramática, como dramática es la situación que su desplazamiento y presencia está produciendo en los países vecinos. Nuestros compatriotas han recibido muchas muestras de solidaridad. Miles de seres humanos les han tendido la mano de diversas formas y en distintas ocasiones y circunstancias. Organizaciones privadas y públicas han dedicado ingentes esfuerzos para atenderlos. Los gobiernos han flexibilizado las normas migratorias y han producido políticas solidarias para ayudar a tan elevados contingentes humanos.

No han faltado también las reacciones negativas de personas y grupos. Rechazos, agresiones, protestas, intolerancias diversas por esa multitud de seres humanos que hoy se hace presente en sus espacios. Es un rechazo que se genera por las condiciones de pobreza, en que se encuentran la mayoría de nuestros compatriotas migrantes. Es lo que mi amigo, periodista y escritor Tulio Hernández me definía como «aporofobia» (neologismo acuñado por la filósofa Adela Cortina, que significa rechazo o miedo a los pobres), al precisar que más que expresiones de xenofobia lo que se estaba empezando a producir era esa manifestación.

Este drama humano seguirá produciéndose mientras la barbarie roja continúe usurpando el poder en nuestro país. Llegará el momento en que la capacidad de aguante de los vecinos llegue a una situación tal que los conflictos y dificultades afloren de forma más aguda.

Este cuadro, para nada digno de atender por la camarilla usurpadora, es un punto cardinal en la cooperación que los países latinoamericanos adelantan para el restablecimiento de la democracia en nuestro país. Pero debe ser también, para nosotros, los venezolanos que luchamos y pensamos en la agenda de la reconstrucción, un tema de primer orden en la tarea de recomponer nuestra vida de familia, de sociedad, es decir de nación.

El desafío de la democracia que se va a recuperar incluye lavar el rostro, curar las heridas y restaurar el tejido humano de nuestra sufrida nación. 


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