Para Carmen Alicia di Pasquale

 

Me apasionan y me hipnotizan los movimientos del mar siempre igual a sí mismo y me rindo ante su furia salvaje cuando sus olas se estrellan contra las rocas convirtiéndose en blancas espumas que se dispersan en el aire como si asumieran la violenta fiereza del leopardo cuando se dispone a capturar a su presa y el movimiento de ambos al correr dibuja en la espesura o en la calurosa pradera una asombrosa línea de asedio y de pánico. La lluvia también puede ejercer violencia y causar alarma y espanto cuando cae con arrebato: hincha los ríos que se desbordan y destruyen todo a su paso y se arruinan los campos y se pierden las cosechas.

En la literatura, llovió sobre Macondo cuatro años, once meses y dos días. “Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones”.

La lluvia a veces es irascible, pero puede comportarse suave y apagada; caer en silencio, en reducidas y minúsculas gotas, como harina que parecieran esparcir las nubes. Me apasiona sentirlas en mi rostro; algunas golpean fuerte, hacen sentir su presencia, su energía o algún oculto enojo, pero otras rozan con ternura la piel y se deslizan. Son muy diferentes a las gotas de rocío porque el rocío no cae, está allí, misterioso; aparece sobre las plantas en el término de un viaje nocturno de secretas humedades, recodos y música inaudible.

¡Cuando veo o pienso en el rocío, o cuando se le nombra en algún poema inútil o verdadero, mi alma se apacienta, se serena y se extasía! Miro a mi alrededor y trato de entender los mezquinos comportamientos políticos y los tropiezos del espíritu, la idiotez humana, la perversidad de los actuales mandatarios, la crueldad y rudeza del cuartel. Las torturas que practica este absurdo régimen militar.

El rocío cubre mi verdor; mi alma se protege de cualquier acto criminal que en su contra perpetre algún colectivo andrajoso pagado por el propio régimen que me aturde, y mi espíritu se vuelve impetuoso como las borrascosas tormentas de Macondo.

Al igual que yo, el país anhela sentir el rocío sobre su piel. Sentir los misterios de su humedad. Padecemos durante largos años una despiadada lluvia de fracasos políticos, vulgaridades y estridencias morales y económicas. Sin rostros sonrientes, sin miradas claras y decididas. Una noche oscura. ¡Hojas secas sin rocío!

Hay una montaña que se encuentra entre el valle de la Tranquilidad y el río de la Muerte que rodea a la antigua Ciudad Celestial, en la actualidad dislocada y entristecida. La identifico con la montaña de las Delicias que descubrí al recorrer las doradas planicies de las cosas que nunca existieron. ¡La llamo Ávila! No solo es una montaña sagrada, sino que cambia de color a medida que avanza el día, y el sol acaricia una gramínea que nace en sus laderas y su belleza provoca alergias decembrinas.

En las mañanas, al salir el sol, la montaña aparece cubierta de rocío y puede verse desde lejos brillante y espléndida, respirando una fragante humedad. En ese momento, la montaña es mi propio espíritu y gracias al rocío aparece liberado de acechanzas y malignidades. Es así como deseamos vernos los venezolanos en el amanecer de cada día y es así como anhelamos encontrar de nuevo la ciudad en la que sobrevivimos y en el país que padecemos.

Cuando se forma o se alcanza el punto de rocío, es decir, el momento en que desciende la temperatura del aire y se condensa formando gotas de agua, surge otra presencia misteriosa: ¡la niebla! Y entramos en ella y al hacerlo, nos deleita su humedad y rozamos su secreto de ser agua líquida suspendida en el aire. Y disfrutamos del mayor de los placeres cuando la encontramos en el Ávila, en la Silla de Caracas junto a la Cruz de los Palmeros.

¡En cada gota de rocío hay un amanecer! Y seremos la hoja que se estremece porque sentiremos que la partícula esférica aparece misteriosamente para quedarse sobre nuestra esperanza; comenzará a brillar y volveremos a estremecernos cuando la noche insomne que hundió nuestros mejores sueños en los pantanos de la ansiedad y del infortunio no volverá a humillarnos, y entonces el país venezolano asumirá la furiosa velocidad de los leopardos y la placidez de sus atardeceres.


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