El 14 de febrero, en la sede de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, el Observatorio Venezolano de Prisiones, con su eficiente director, Humberto Prado, presentó una nueva obra con la colaboración de distinguidos “penalistas” –que no dan pena– sobre un tema crucial que, en definitiva, constituye la clave para entender la tragedia carcelaria venezolana, que no se resuelve con leyes, ni con ministerios, ni con el enunciado de buenas intenciones que constituyen el empedrado del infierno: “El retardo procesal le roba la vida al ser humano”.

Desde hace décadas el porcentaje de presos “sometidos a proceso” alcanza 75%, siendo una minoría la de los “condenados” por una sentencia firme.

Esta inversión del sistema penitenciario teóricamente hace referencia a quienes cumplen una condena impuesta por un tribunal y la sociedad aspira a reinsertarlos en su seno, cumplida una sanción, que debe ser rehabilitadora y ejemplarizante, siendo lo lógico que quienes están sometidos a proceso, cuya inocencia se presume, se encuentren recluidos, cuando ello es indispensable, en internados judiciales, a la espera de la sentencia.

Esto no ocurre en Venezuela. Las penas con las que se amenaza la comisión de un delito no se imponen y, sencillamente, el sistema penal “vigente”, al margen de la ley, utiliza el “proceso” como pena, manteniendo, sine die, a los procesados en edificaciones para condenados o en retenes policiales que se han convertido en cámaras de torturas y de degradación humana, a la par de los establecimientos “oficiales” de cumplimiento de penas, en manos de pranes que se rigen por sus propias reglas y con el “único” beneficio alternativo de la sujeción a medidas sustitutivas arbitrarias  que excluyen al procesado de la vida ciudadana, forzándolo al exilio o imponiéndole otras medidas violatorias de sus derechos.

El panorama carcelario venezolano es verdaderamente dramático y ninguna medida efectiva se ha tomado, dado que la falta de preparación de los jueces, salvo muy contadas excepciones, la ausencia de una carrera judicial, las carencias de la Fiscalía y el poder policial, se han encargado de constituir un tenebroso aparato de injusticia dependiente del Ejecutivo, que se ha propuesto y  ha conseguido que el terror de un proceso penal, manipulado  por el Ejecutivo, sirva como instrumento eficaz para ejercer la persecución selectiva de quienes son definidos como “enemigos” del sistema y deben pagar por su marginalidad social o por su condición de disidentes políticos.

El peor castigo que se cierne sobre un ciudadano es su sometimiento a un supuesto proceso penal que se inicia normalmente por una detención arbitraria que solo concluirá con una “orden de arriba” o con el cese de la persecución, una vez admitidos los hechos.

La única pena que, en verdad, se impone en Venezuela es el proceso penal, determinada por la voluntad, no del juez, sino de quien detenta el poder, dueño y señor del sistema vigente.

La realidad de la injusticia penal venezolana se traduce en un régimen paralelo al legal, en el cual las “leyes” son las de la detención arbitraria, el diferimiento de todos los actos, el imperio de la violencia en las cárceles, siendo la única salida que se ofrece para el infierno carcelario: admitir los hechos y ser condenado, ya que paradójicamente, entre nosotros, resulta más favorable ser condenado, a pesar de ser inocente, que padecer la pena indefinida de un injusto proceso.

Estos son los temas que se tratan en esta publicación que recoge las atinadas reflexiones de profesores universitarios y abogados conocedores de la teoría y de la práctica penal, unidos por el objetivo de una verdadera cruzada para cambiar la faz de las páginas tenebrosas de la realidad penal venezolana.

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