El vocablo responsabilidad, que no sabemos cuándo se empezó a usar, es trajinado incansablemente por la generalidad de las personas, no siempre con el acierto correspondiente. Pues algunas de ellas no confiesan su propia irresponsabilidad, aunque les sea inocultable.

Si acudimos a los diccionarios encontraremos que el mencionado término alude a obligación, a cumplimiento, a deber moral, a solvencia. Nosotros, sin saberlo ni quererlo, desde el simple advenimiento a este mundo adquirimos involuntariamente una deuda. Con él se nos dio el preciado don de la vida sin costo alguno y, más aún, sin siquiera haberlo pedido. Allí nació en cada uno de nosotros una responsabilidad, una obligación que debemos cumplir durante nuestra existencia. ¿Cómo cumplirla? El asunto es quererlo hacer, con el talento, con la actuación, con el trabajo material e intelectual que hagamos, con los servicios que prestemos a la comunidad, al país y a la humanidad. O sea, con proponernos ser útiles, hacer el bien.

Indiscutiblemente, ninguna persona natural o jurídica, como tampoco ninguna institución pública o privada escapa de esa carga denominada responsabilidad en cualquiera de sus formas. A todos nos agobian obligaciones que debemos cumplir. Así, por ejemplo, los padres las tienen con sus hijos, y estos con sus padres; los patronos ante sus subalternos; los empleados y trabajadores con la empresa; los ciudadanos entre sí y con las autoridades competentes. Igualmente, los funcionarios públicos con los ciudadanos y con el ente gubernamental al que le prestan sus servicios; los concejales, alcaldes y gobernadores en el estricto cumplimiento de las obligaciones que les asignan las normas pertinentes. En el mismo sentido, los ministros, procuradores fiscales, y muy especialmente los jueces, a quienes corresponde la noble y delicada misión de administrar justicia.

El ejercicio del poder público, tanto a nivel nacional, estadal o municipal, acarrea muy serias responsabilidades acordes con sus respectivas jerarquías. Al respecto, cabe aquí formular esta interrogante: en un país presidencialista, por ejemplo, ¿a quién corresponde la mayor responsabilidad? Naturalmente, a quien ejerza la más alta función administrativa. En el presente caso, al presidente de la República, quien debe demostrar ejemplar comportamiento ciudadano: respeto, decencia, buen lenguaje, ética y educación, y otras cualidades que le acrediten dignidad para representar al país. Como primer magistrado, le corresponde asumir las más altas responsabilidades en el cumplimiento de las normas que le imponen la Constitución Nacional y demás leyes. Entre las tantas: el absoluto respeto a los derechos humanos y la satisfacción de las necesidades prioritarias de los habitantes del país. Tiene, además, la sagrada obligación no solo de cumplir sino de hacer cumplir. Con todo ello debe dar el mejor ejemplo de responsabilidad, puesto que el presidente debe tratar de ser como el mejor maestro.

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