Mientras el mundo político y las redes sociales disertan sobre la legitimidad de Nicolás Maduro y las implicaciones que eso tendrá a partir del 10 de enero de 2019, más sanciones y el posible retiro de embajadores, el mundo social, aquellos menos favorecidos que lidian cotidianamente con ver cómo llevar algo de comida a la casa, pelean por su pernil.

Las protestas se multiplican porque el pernil no llega. Hay alboroto en Margarita y Ciudad Bolívar, también en Caracas y La Guaira, en San Felipe y Barquisimeto. La Guardia Nacional Bolivariana ha tenido que esforzarse a fondo y repeler con gases lacrimógenos y perdigones a unos ciudadanos que no piden libertad ni derechos, que lo único que hacen es reclamar algo que Maduro ofreció y no ha cumplido.

Lo del pernil va más allá de la actitud marginal de un pueblo que tiene hambre. El pernil se come, con todo lo que implica sentarse a la mesa con la familia o los amigos. El pernil remite a celebración, hace sentir que llegó la Navidad. El pernil es un sacramento que recuerda que siempre hay espacio para pasarla bien y llena de esperanza, aunque este año haya sido el peor del ciclo revolucionario. El pernil permite soñar, te conecta con lo aspiracional. El pernil da estatus.

La Navidad está incompleta si no hay pernil. Sin pernil Maduro está deslegitimado antes de que llegue el nuevo año, y quedará muy mal parado frente a sus seguidores más radicales, aquellos que lo han apoyado incondicionalmente y siguen a la espera de alguna dádiva, los que a nadie interesan y que políticamente poco han sido considerados por los factores de oposición.

Son ellos los que más preocupan al gobierno, porque no saben de razones, no están pendientes ni de la Unión Europea ni de Donald Trump, tampoco del Grupo de Lima o de Iván Duque. Quieren su pernil y lo quieren ya, y en ese apuro se pueden llevar por delante a quien sea y Maduro lo sabe.


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