Cuando la gente expresa desconcierto y desesperanza, siente que de algún modo le están negando futuro y limitando su capacidad de hacer, pero percibe también que los males que sufre se deben tanto al equivocado sistema propuesto como a la incapacidad, a la ineficiencia, a un aparato administrativo sin planificación ni control. Percibe que la ausencia de resultados se debe a decisiones mal enfocadas, pero también a la falta de capacidad realizadora. La acumulación de promesas con ausencia de realizaciones se convierte a sus ojos, día a día, en más carencias. Lo sufre en todos los campos: el de la producción, el de los servicios, el de la salud.

Para no hablar sino de este último tema, bastaría con recordar la reciente destitución de la ministra de la Salud por publicar un boletín epidemiológico en el que se admite, después de años de silencio, un aumento de 30% en los índices de mortalidad infantil y un aumento de 76,4 % en 2016 respecto al año anterior de casos de malaria. Es que el problema de la salud no se reduce a la carencia de medicinas o a su precio inalcanzable. Se trata de un sistema que no funciona y cuyo colapso se expresa en el regreso de enfermedades superadas, en la falta de infraestructura hospitalaria, en la pérdida de talento profesional bien formado, en la ineficiencia de un sistema de seguridad social, la enorme brecha entre los costos médicos y los niveles de cobertura de los seguros privados. El problema de la salud en Venezuela no es tanto un problema de profesionales –pese a los muchos que han debido abandonar el país– como un problema de concepción global y de políticas, de planificación y de ejecución, de buena administración, de seguimiento, de continuidad.

La revista británica The Lancet recoge, a este propósito, el estudio del Institute for Health Metrics and Evaluation, dirigido por Christopher Murray, profesor en el departamento de Salud Global de la Universidad de Washington. Su más reciente informe abarca el período 1990-2015. El proyecto contó con la colaboración de más de 2.000 investigadores en todo el mundo que analizaron la calidad de los sistemas de salud a partir de los índices de mortalidad y de esperanza de vida en 168 países. Una de sus principales conclusiones es que la población mundial ha ganado en este periodo más de 10 años de esperanza de vida, un logro que se puede atribuir especialmente al retraso de la mortalidad ligado con las enfermedades infecciosas.

Además de los resultados concretos en el campo de la salud, el estudio destaca la importancia de las mediciones y de la estadística para la planificación y la formulación de estrategias, así como para asegurar el buen rendimiento de los programas, desarrollar iniciativas, maximizar los efectos de la inversión en salud. Su razonamiento coincide con la necesidad de planificación pero también de efectividad y eficacia. No hay duda de que en este punto coincide con una aspiración de la sociedad venezolana.

El fervor en las calles clama por un país que funcione y que funcione bien. Quienes hoy padecen las incontables carencias generadas por el actual sistema de cosas, aspiran a un país en el que las propuestas vayan acompañadas de capacidad realizadora. No será fácil ni automático. La capacidad de hacer no se improvisa, no se da de inmediato, pero hay que movilizarla, pensar, por ejemplo, en el talento que se ha ido, en ese contingente humano forzado a dejar el país pero que ha adquirido nuevas y muy valiosas experiencias, que ha constatado la diferencia entre el hacer y el solo esperar o prometer, entre los mecanismos que funcionan y los que entorpecen, entre la preparación y la improvisación, entre la especialización y el toderismo.

El reencuentro de Venezuela con lo mejor de sí misma pasa por recuperar la capacidad de hacer, de emprender, de concretar, de planificar, de realizar. La gente quiere identificarse con los hacedores, con la eficacia y las cosas bien hechas. Allí esta una de las claves de la recuperación.

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