Ilustración: Juan Diego Avendaño

Cuando se creía que el “nuevo socialismo” avanzaba firmemente en el continente, le ha surgido un escollo en el camino: el pueblo de Chile. El 4 de septiembre, por 7.891.415 de votos (61,89%) contra 4.859.103 (38,11%), rechazó la propuesta de Constitución Política elaborada por una Convención Constituyente especialmente convocada. Creyó el electorado (85,86% de participación) que no reflejaba sus aspiraciones, expuestas cuando decidió en referéndum sustituir la Carta que rige actualmente, que es resultado de las modificaciones efectuadas a la impuesta – promulgada el 21 de octubre de 1980, tras el “plebiscito” del 11 de septiembre anterior – durante la dictadura militar.

El 18 de octubre de 2019, hace casi tres años, estalló en Chile un movimiento de protesta después que se anunciara un aumento del pasaje en el transporte (que llegó a 1,19 $ en el metro). Rápidamente involucró a grandes sectores de la población, movidos por otras reclamaciones. Con los días ocurrieron hechos de violencia (hasta quema de iglesias!) y el ejército salió a la calle. En las manifestaciones hubo 31 muertos y más de 3.700 heridos, así como daños a la propiedad pública y privada. Afectó el desenvolvimiento de las actividades y la marcha de la economía. Para muchos, dentro y fuera, resultaba incomprensible el deseo de cambio que traducía, porque el país mostraba los mejores índices de la región en casi todos los campos (el sueldo mínimo mensual era de 420 $). Por lo demás, el sistema imperante era resultado de las modificaciones realizadas al que pretendió legar la dictadura.

En realidad, dos elementos estaban en el origen de aquel poderoso movimiento social (de inesperadas  consecuencias políticas). Uno, la insatisfacción ante los logros. Aunque son importantes, no son suficientes. Los chilenos quieren mejores condiciones de vida y sobre todo el disfrute pleno de algunos derechos esenciales, especialmente los referidos a educación y salud (que tienen serias limitaciones). Pero, sin duda, aquella insurgencia popular fue aprovechada por grupos extremistas para exigir cambios profundos en todos los campos. Ellos piensan que si el nivel de vida mejora más y beneficia a todos, sus posibilidades de acceso al poder serán remotas, como se observa en las democracias estabilizadas, donde las mayorías son reacias a los cambios radicales. El presidente Sebatián Piñera lo denunció en el momento: «Estamos en guerra contra un enemigo poderoso que… está dispuesto a usar la violencia… con el propósito de producir el mayor daño posible».

Lentamente se impuso en la opinión pública la necesidad de realizar cambios profundos en el sistema político, económico y social existente en Chile. Ciertamente, aunque la situación del país es mejor que la de todos sus vecinos, algunos derechos fundamentales no tienen la protección necesaria. Son bien conocidas las luchas de los estudiantes (intensas desde 2011) para modificar el sistema educativo (confiado en gran parte al sector privado). También lo son las de los trabajadores, cuyos fondos de pensiones son manejados desde 1980 por empresas privadas. Por otro lado, desde hace tiempo, sectores importantes – las mujeres, las minorías nacionales – han reclamado la igualdad de derechos. Poco a poco se llegó a creer que los cambios necesarios sólo podían realizarse a través de una reforma total de la Constitución, que comúnmente se cree heredada de la dictadura militar, o mejor aún, de la elaboración de una nueva para sustituirla.

Pocos saben que la actual Constitución no es exactamente la promulgada en 1980 (que entró en vigencia el 11 de marzo de 1981). Ese texto, preparado por la Comisión “Ortúzar” (de “expertos”) sin consulta con los diversos sectores, ha sido reformado por Leyes especiales en 43 ocasiones. Dos de las mismas introdujeron modificaciones sustanciales: 54 la de 1989 para permitir el funcionamiento de la democracia; e igual número la de 2005 para iniciar la modernización institucional. Así, la Constitución que se aspira a sustituir no es la impuesta por el régimen de Augusto Pinochet. Es, más bien, una que se ha ido adoptando ante las exigencias de los tiempos. Con todo, se reconoce la conveniencia de elaborar una nueva, que acoja los cambios producidos y agregue otros ante las realidades de ahora, sin poner en peligro los avances conseguidos. Por eso, una mayoría determinante no aceptó muchas de las proposiciones formuladas.

Para evitar un rompimiento de la legalidad (que no sería aceptado por sectores importantes de la sociedad, como el ejército) el Gobierno y los grupos políticos representados en el Congreso Nacional, firmaron el 15 noviembre de 2019 el “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitucion”, que estableció el mecanismo y las condiciones para la adopción de una nueva Carta. Aprobados sus términos por las Cámaras Legislativas, el 24 de diciembre de 2019 se promulgó la Ley 21.200 de Reforma de la Constitución. A partir de entonces se cumplió el proceso en la forma prevista (aunque las fechas y lapsos debieron modificarse debido a la pandemia). Debe destacarse que las decisiones fundamentales fueron tomadas  por la voluntad popular. El 25 de octubre del 2020, en referéndum (con participación de 50,9% del electorado) se dispuso elaborar una nueva Constitución (78,27%) y se confió esa  tarea a una Convención Constitucional (78,99%).

El 15 y 16 de mayo de 2021 los ciudadanos (realmente 41,51%) eligieron los 155 convencionales constituyentes, entre quienes debía haber igualdad de género. Se distribuyeron (por la votación obtenida) en cuatro grandes coaliciones y un grupo menor: “Vamos por Chile” (37 por 20,56%) del oficialismo, “Apruebo Dignidad” (28 por 18,74%) de izquierda, “Lista del Pueblo (26 por 16,27%) de extrema izquierda, “Lista de Apruebo” (25 por 14,46% ) de la antigua Coordinadora e “Independientes no neutrales” (11 por 8,84%). Otras listas lograron 11. Se atribuyeron 17 a los pueblos originarios. La Convención comenzó a funcionar el 4 de julio de 2021. Dictó su propio Reglamento y encargó la redacción del proyecto a comisiones especialmente creadas. El texto final fue votado en plenaria el 28 de junio de 2022. Cumplida su tarea (en el término de 9 meses y una prórroga de 3) se declaró disuelta el 4 de julio siguiente.

Una constitución no es sólo un conjunto de principios y normas que rigen la organización del estado y su estructura social. Esos principios y normas expresan, en verdad, un proyecto de la sociedad. Resumen ideas y objetivos, esperanzas y aspiraciones, algunos de los cuales son permanentes, mientras otros evolucionan con el paso del tiempo. La historia señala que para tener efectiva y larga vigencia no sólo debe ser democrática (adoptada por la representación popular) sino consensuada (aceptada por todos los sectores) y, además, general (no reglamentaria) y flexible (que pueda modificarse). El órgano constituyente debe reunirse y actuar en busca de consensos o acuerdos y no tratar de imponer el programa de una parcialidad. De esa forma, con espíritu abierto y sin prisa, lo hicieron la Convención de Filadelfia en 1787 y más recientemente las Cortes Constitucionales de España (1977) y la Asamblea Constitucional de Sudáfrica (1996).

La constitución, por su objeto, debe expresar la voluntad real del conjunto de la población. No puede ser impuesta por un sector, aún mayoritario, a los otros. Los gobiernos, que ejecutan programas diferentes dentro de los lineamientos generales que establecen aquellas normas supremas y permanentes, pasan. Y en efecto, así ocurre en las verdaderas democracias. En Costa Rica, en Colombia y también en Chile (desde 1990), como en Reino Unido, en Estados Unidos o en Japón se suceden en el poder partidos o grupos de distinto signo político sin necesidad de alterar la constitución. La Carta fundamental, por supuesto, puede cambiar cuando lo exige una mayoría determinante. En tal caso, las modificaciones deben atender las orientaciones que una mayoría de ese tipo le señala; de lo contrario serán rechazadas en la consulta que debe seguir a toda reforma. Como ocurrió ahora en Chile y – valga recordarlo – en Venezuela en 2007.

La Ley de Reforma 20.200 de 2019, dictada conforme al “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución” ya citado estableció: “Si la cuestión planteada a la ciudadanía en el plebiscito ratificatorio fuere rechazada, continuará vigente la presente Constitución”. No existe, pues, vacío constitucional. El pueblo chileno optó por mantener la normativa en vigor, que no es exactamente la heredada de la dictadura. Lo decidió así en desacuerdo con la propuesta que se le presentó, lo que no contradice su voluntad de cambio.  Toca ahora comenzar de nuevo el proceso, pues el iniciado anteriormente respondía a otras circunstancias.

Twitter: @JesusRondonN


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