La reacción de la sociedad venezolana ante el liderazgo de Juan Guaidó nos pone ante un fenómeno pocas veces experimentado en la historia contemporánea. Es una orientación que trasciende las fronteras partidistas y los límites de las clases sociales, para convertirse en un huracán difícil de contener. En la medida en que supera los espacios habitualmente controlados por dirigentes anteriores, debido a que se proyecta hacia situaciones que nadie ha podido controlar en un solo intento, llega hasta escalas de excepcionalidad que lo convierten en un fenómeno digno de análisis y en un tesoro que se debe cuidar como oro en paño.

La búsqueda de influencias capaces de establecerse en un área cuyas fronteras parecen inexistentes debe remontarse hacia los tiempos del joven Betancourt, cuando todavía no concluye la primera mitad del siglo XX, o hasta la época del ascenso de Chávez en el tramo final de la misma centuria. Su repercusión es un hecho susceptible de marcar diferencias con otro tipo de dirigencias, reducidas a auditorios relativamente precisos y con la dificultad de hacerse de una clientela universal. Tanto Rómulo como Hugo Rafael se reflejaron en una masa de destinatarios que nadie había podido controlar, pero sin llegar a un dominio generalizado. Criaturas de dos formaciones políticas cabalmente perfiladas y comunicadores de ideas que podían dividir a la sociedad, en lugar de juntarla, les estaba vedado el predominio sobre mayorías abrumadoras y crecientes. Quisieron ser cabeza de los pobres, o así se presentaron; luchadores contra otros sectores, o así se vendieron en sus arengas, señores de una parte pero no del conjunto en su integridad, para que su proyecto se conformara con dominar a la sociedad como ninguno de los otros que se lo habían propuesto, pero sin arropar panoramas heterogéneos.

Sucede lo contrario con el ascendiente de Guaidó, quien ha superado los confines que detuvieron a los antecesores. No es fácil determinar las razones de una extensión tan inhabitual por su acceso a las multitudes y por la provocación de pasiones extraordinarias en todas las superficies que aborda, pero quizá una de las principales se encuentre en el origen de su lanzamiento ante el público. El hecho de que nadie lo ofreciera como salvación propuesta por un partido político, ni como el remendador portentoso que esperaba el turno de su elevación, abrió los candados que no pudieron traspasar llaves anteriores. De un conjunto de organizaciones decaídas y, en algunos casos, al borde de la desaparición, surgió una promesa que desde el principio se vio libre de las ataduras tradicionales porque no existían factores poderosos que las impusieran. El hecho de su postulación desde el seno de la AN también concede peculiaridad y vigor a la aparición, pues no ha sido usual que el origen de una consagración política provenga de seno institucional. Guaidó no nació en la cuna de un partido político, sino en los escaños del Capitolio Nacional. De allí un vínculo jamás establecido con la soberanía nacional, un espaldarazo automático de los ciudadanos que cambiaron con sus votos el rumbo del Parlamento para convertirlo en el último bastión de la democracia.

Se da así el caso de un líder que no depende directamente de sus parteros partidistas, porque no son sólidos cuando lo escogen, ni de las expresiones de un parlamento cuya trascendencia termina dependiendo del ungido, pues solo se hacen más solventes y atrayentes después de poner a quien ponen en la vanguardia. Pero se debe a los dos promotores –partidos precarios y AN debilitada– el darse cuenta de la necesidad de poner la batuta en las manos de las generaciones jóvenes, virtud original que aumenta su estatura y permite que no los veamos alejados del abanderado que ahora se bebe los vientos. Los progenitores terminaron por no quedar a la zaga, por lo tanto, y le dieron más fuelle al viento vivificador. Así llegamos a los dos últimos motivos de la relevancia de Guaidó, después de reconocer las paternidades: su distancia cronológica de los tiempos en los cuales decayó la democracia representativa y sus dotes personales.

La ausencia de nexos directos con la política anterior al advenimiento del chavismo, fenómeno que también incluye a los dirigentes que comparten el mismo ciclo de vida, conduce a conductas renovadas con las cuales conecta un pueblo escaldado que ya no es el de antes, a entendimientos flamantes de las soluciones que el país necesita y a topar con la forma acertada de alcanzarlas. Si a ese todo, que no es poco, se agregan las cualidades de la figura que encarna la posibilidad de una transición hacia la democracia, termina de soldar el rompecabezas. Debido a sus maneras cívicas de conducirse, nuevas en la plaza; al discurso sin estertores que pronuncia, susceptible de llegar hasta auditorios cada vez más amplios y cada vez más necesitados de sonidos sin crispaciones; gracias a una naturalidad alejada de la impostura que antes campeaba en el ágora, encarna un acoplamiento líder-masa de esos que aparecen como modélicos en los manuales de politología, pero que rara vez suceden en el terreno de las luchas por el poder.

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