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“…Son demasiados los peligros de esta vida para quien tiene una pasión; principalmente si la luna llega de repente y se queda en el cielo, como olvidada. Y si a esa luna enloquecida se le une una canción cualquiera aún hay que tener mucho cuidado, porque debe andar cerca una mujer” 

De un soneto de Vinícius de Moraes

Vinícius de Moraes baila, décadas después, claro, con quien inspirara su letra de la célebre “Muchacha…” Helò Pinheiro, mientras departía en el Veloso con Tom Jobim, autor de la música de esa “Garota de Ipanema” universal.

“Cuando desembarques en Río de Janeiro escribe una crónica sobre el gran poeta brasileño Vinicius de Moraes para que la publiquemos en Tiempo Libre”, me dijo en diciembre de 1980 un notable periodista que había trabajado en un histórico diario, Rodolfo Rojas Zea. Ya han pasado casi cuatro décadas y recuerdo la propuesta como si fuera hoy. Desde entonces no he dejado de escuchar con frecuencia inusual la música de ese intelectual que surcó las aguas del Bossa Nova como un trovador contemporáneo experto en el oficio tan añejo de cantar al amor y a la mujer. El texto solicitado por ese entrañable amigo periodista se reproduce ahora y quiero pagar esa deuda tratando de ahondar en mi admiración por un personaje  excepcional.

Como si fuera una muletilla, he venido diciendo desde hace años que llegué tarde y con varios retrasos al puerto carioca. Y no solo porque soy un nostálgico que hubiera querido vivir el Río de Janeiro que gozaron don Alfonso Reyes y Manuel Bandeira, con una arquitectura que aún no invadía la mano silenciosa y criminal de la especulación inmobiliaria que nos asola por doquier.

Siempre he dicho que llegué tarde a Río porque Vinicius había muerto el 9 de julio de 1980, seis meses antes de que yo desembarcara desde El Cairo en el aeropuerto que se llamaba entonces el Galeón y que hoy lleva el nombre de uno de sus más grandes amigos y cómplices, Antonio Carlos Jobim.

Una vez instalado en el hotel Everest de Ipanema, donde pasé varias semanas luminosas, comencé mi pesquisa sobre el hombre que había escrito la letra de la “Garota” de ese mismo barrio. Uno de mis primeros amigos allí me puso en la pista del “blanco más negro de Brasil”, como le gustaba llamarse a sí mismo y me acercó al bar preferido de Vinicius. Una vez fracasado su único proyecto empresarial, un bar con el nombre poco auspicioso de Cirrosis, el poeta se había refugiado en el Antonios, situado en la invisible línea divisoria con el barrio de Leblón. Hablé con su propietario, el gallego emprendedor Manolo, quien como buen ex barman tenía dificultades en confesar minucias sobre uno de sus clientes preferidos. Cuando nuestra relación comenzó a madurar tuve acceso a no pocos secretos del “poetinha”, de los cuales contaré el que tuvo que ver con uno de sus siete rompimientos amorosos.

Manolo cerraba el bar para sus amigos el día de Nochebuena (lo disfruté durante seis años) y al filo de la medianoche emprendía una ronda regalando lechones a sus amigos y clientes más cercanos. Durante una de esas jornadas Vinicius se demoró tanto que Manolo lo acompañó, con todo y el chanchito que le tocaba, hasta su departamento en la Gavia. Tocó el timbre de la puerta de entrada al edificio y comenzó a escuchar las voces destempladas de su mujer, acompañada (¿azuzada?) por Nana Caymmi, quienes después de haber bebido sus propias “cachacinhas” arrojaban por el balcón la ropa, libros y otras pertenencias del poeta que entre sollozos partiría con Manolo y su lechón navideño, para no volver a franquear la puerta de su casa nunca más.

Como es sabido, las penas de amor son un combustible poderoso que echa a andar preciosos mecanismos de expresión poéticos. En la obra musical de Vinicius el desamor está presente de manera magistral. Lo más notorio de estos “lamentos” es el delicioso ritmo que los acompaña. Pienso en canciones como “Y por falar en saudade”, con la que Vinicius incursiona en una bien lograda parodia de nuestro bolero y compone una melodía clásica de lo que los brasileños llaman canciones de “dolor de “cotovelo”, que traducido a nuestra lengua significaría “dolores del codo”, por eso de “acodarse” en soledad sobre una barra en penumbra para rumiar los amores perdidos.

Vinicius de Moraes fue un eterno enamorado. Aun con su barriga de asiduo bebedor de cerveza (entre uno y otro de sus güisquicitos) y sus pesados lentes de fondo de botella, conquistó a bellezas prodigiosas de su tiempo. Era un hombre que irradiaba vitalidad y ternura. El portentoso poeta Carlos Drumond de Andrade profirió elogios desmedidos pero justos de Vinicius, llegando a decir que le hubiera gustado ser el autor de “Orfeo negro”, porque Vinicius era el único poeta brasileño que había osado vivir bajo el signo de la pasión, de la poesía en estado natural. Y remata:  “… fue el único de nosotros que tuvo vida de poeta”. 

Como miembro del servicio exterior de su país vivió momentos históricos de posguerra durante cinco años como vicecónsul en Los Angeles. De esa experiencia, en pleno macartismo, conservo una carta suya mecanografiada y firmada. Me la regaló su destinatario, Moacyr Werneck de Castro (ambos amigos sobrevivieron a un accidente aéreo). Esa misiva la conservo enmarcada. Contiene una referencia crítica a un ex presidente norteamericano que desempeñó mediocres papeles cinematográficos antes de ser tentado por la política conservadora. El texto escrito en un ajado papel verde desleído, incluye un bello poema paradójico, de corte un tanto ateo, dedicado al nacimiento de Jesús. 

Y ese “poeta y diplomático” como se autonombra Vinicius en una de sus letras más significativas, había sido expulsado de su carrera a través de un decreto infame de la dictadura de su país, el terrible Acto Institucional Número 5, que lo englobaba en la categoría de “borrachos, homosexuales y vagabundos” con el que se deshacía el régimen militar de sus desafectos. Pero ese acto vergonzoso contra un funcionario brillante y un artista e intelectual de relevancia universal, fue reparado sorprendentemente. El presidente Lula lo promovió, de manera póstuma, al rango de embajador. No tengo noticias de una medida de esa naturaleza: una justicia más poética que burocrática.

Vinicius de Moraes es autor de una obra trascendente, en la que trata los más grandes misterios del alma. Su poesía y su prosa completa la podemos encontrar en un bello volumen de la editorial Nova Aguilar, recubierta en cuero e impresa en hojas de papel biblia. Preciso esto para situarlo en la vertiente formal de quien llega a ver reunido su trabajo de modo riguroso. Y ese lado que regocija a los académicos y estudiosos, no relativiza, con todo el brillo de la seriedad literaria, el auténtico signo bohemio del compositor de algunas de las más bellas melodías del mundo. Su voz, sin ser virtuosa, interpreta con encanto y voz confinada algunas de las piezas más destacadas del repertorio romántico de altos vuelos de su país. 

Una de la claves del genio de Vinicius es tributaria de la atmósfera sensual que se respira en Río de Janeiro. Pocos puertos reúnen requisitos de gala natural tan acentuada, en conjugación con el carácter abierto y dulce de su gente. Para nadie es un secreto que los barrios de Copacabana, Ipanema y Leblón reúnen una de las  mayores densidades de belleza femenina por kilómetro cuadrado. Río es un lugar donde el aliento se le corta a uno al paso de una imagen femenina de hermosura incontenible y no en sentido figurado. En su lado juguetón el propio Vinicius llegó a escribir una “Receta de mujer” (aún no tildada de poéticamente incorrecta) en la que expone su ideal estético con humorismo no excepto de audacia. “Las muy feas que me perdonen, pero la belleza es fundamental”.


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