Hemos presenciado un nuevo episodio, no exento de peligro, de este largo proceso teniendo de nuevo como protagonista a Juan Guaidó en su condición de presidente interino de Venezuela. Y es que de nuevo se agitaron las voces de la inconformidad, saltaron al ruedo aquellos que están empeñados en desacreditarlo, que desde el primer día de su aparición mostraron su escepticismo, sacaron a relucir cuanto argumento se les ocurrió para poner en duda su liderazgo, que no se cansan de repetir que sus acciones son ineficaces, incompetentes y no conducen a ninguna parte, que han llegado incluso a clasificarlo como jefe de una presunta “oposición oficial”.

Son los mismos que no pierden oportunidad para poner en entredicho su estrategia y hasta le niegan su innegable paternidad de los logros hasta ahora obtenidos e, incluso, las virtudes de un discurso coherente. Pero esa conducta no es para nada extraña en un territorio como el nuestro, donde reina la inconformidad y la gente parece decir “dime qué y cómo piensas tú para oponerme”, el mismo donde la constante en los predios de la oposición es “cómo vamos bien, vamos a dividirnos”.

Los hechos de Guaidó los celebro en la justa medida de sus logros, que son muchos y de la máxima importancia, y los critico en la medida justa que señalan sus errores, entre los cuales y a mi manera de ver no está su participación en las rondas de Oslo, sin que esto quiera decir que no tenga mis reservas por el hecho de ser Noruega uno de los países que desconoce el interinato de Guaidó, por haber participado en la mesa de negociaciones que Santos y las FARC montaron en La Habana, porque no sé de dónde sale esa fama de gran negociador de una monarquía en la que la influencia rusa no es extraña, por tener la sospecha de que la diplomacia cubana está detrás del ofrecimiento noruego y por considerar que aun cuando de lo que se trata no es de una mediación como la han llamado, sino de encontrar la manera de salir por vía pacífica de una dictadura.

Apartando esas consideraciones y aun en la creencia de que por desgracia no llegarán a conclusión alguna, pienso que la decisión de Guaidó de enviar una representación ya sea a Oslo, o a cualquier otra parte, con una agenda muy precisa de puntos a tratar, es acertada porque para un demócrata la negociación y el diálogo tienen que formar parte “de todas las opciones”, y porque la vía electoral será en definitiva la solución que propondrá la comunidad internacional para resolver la crisis y porque no hay mejor manera para constatar la verdadera intención de un régimen que inspira desconfianza en cada paso que da, que sentarse con terceros de testigos, sobre todo si esgrimen su imparcialidad, a escuchar sus coartadas, pretensiones y sus mentiras bien estructuradas con el único fin de prolongar su permanencia en el poder, que es precisamente la causa fundamental de la tragedia que vive Venezuela.

Este primer intento terminó sin acuerdos, aunque circulan por allí voces que dicen lo contrario y otras que piensan que las posibilidades de que se repitan siguen abiertas; sin embargo, una vez más el tema puso sobre la mesa opiniones y comportamientos divisionistas de tal magnitud que me llevan a afirmar que nunca como en este momento el liderazgo de Guaidó había sido el blanco de tantos fusiles. Ni siquiera cuando sobreestimó su fuerza y la ayuda humanitaria que entraría “sí o sí” se quedó en la frontera, ni cuando desafiando todas las amenazas del régimen regresó al país para seguir con su ruta, ni cuando en la víspera del Primero de Mayo apareció en La Carlota acompañado por Leopoldo López, ni cuando según sus relatores fue esquivando decenas de alcabalas para cumplir compromisos tanto nacionales como internacionales, su liderazgo enfrentó un peligro tan grande como el que representa haber aceptado ir a Oslo, sobre todo por lo que representan para buena parte de la masa opositora, las palabras diálogo y negociación, convertidas por obra y gracia del más torpe y pernicioso extremismo, en palabras prohibidas, cuando en realidad pueden servir para encontrar un camino que nos lleve a ponerle fin pacíficamente a la espantosa tragedia nacional.

Pero eso es Venezuela, el territorio de la inconformidad permanente, de los rebeldes sin causa, el de los ejércitos de guerreros del teclado y los llamados mánager de tribuna, el mismo en el que es una constante en los predios de la oposición su adicción al virus divisionista, con el agravante de ser eso que llaman una división activa en donde cabe todo lo imaginable para sacar del juego a sus propios “aliados”.

Parece mentira pero esta desunión opositora impera en un país controlado por una dictadura que en contraposición no escatima esfuerzos para construir alianzas, incluso con fuerzas y organizaciones criminales, un régimen que sin el menor escrúpulo niega la realidad, que insiste en sus despropósitos, que se hace cada vez más psicótico, criminal y pendenciero. Un régimen enfermo de poder que, como lo prueba todos los días con sus acciones, poco le importa que mueran niños y ancianos por falta de atención médica, que millones de venezolanos se vean obligados a abandonar el suelo patrio porque aquí no tienen ya la mínima posibilidad de sobrevivir, que haya o no haya agua, electricidad, gasolina, gas doméstico ni dinero para mejorar la infraestructura escolar, siempre y cuando haya dinero para rasguñar sus jugosas comisiones en la compra de armas, y uniformes para bien dotar a la guardia pretoriana y satisfacer la gula insaciable de su entorno militar.

Desde luego que ese afán permanente de algunos por perturbar cualquier ruta que con firmeza se acerque a soluciones estratégica y políticamente válidas, que siempre buscan dividir lo que no debe ser dividido y matar con ello cualquier esperanza en nombre de una verdad que solo ellos creen poseer, son los mayores culpables de la prolongación de esta tragedia.

Para opinar es bueno partir de realidades. Deseos y sueños es mejor dejarlos fuera porque de no hacerlo la caída en el abismo está cantada. Entrar en un debate sin tener en las manos la información veraz nos lleva a especular, hecho demasiado irresponsable cuando tenemos frente a nosotros una tragedia tan grande como la nuestra que ha conmovido a las hasta hace poco, inconmovibles voces de la escena internacional. Y, en este caso, la verdad que está a mi vista es que los usurpadores siguen en pleno ejercicio de su usurpación, que Guaidó hace lo que humanamente está a su alcance, que el gobierno de transición no está designado y mucho menos instalado y las elecciones libres y confiables están más lejos que Australia y esta realidad seguirá marcando la pauta de nuestras desgraciadas vidas, si las oposiciones no dejan sus controversias para otro momento y se mantienen como hasta ahora divididos por intereses distintos a nuestra aspiración de vivir en libertad y en democracia.

Nadie puede negar, y desde esta tribuna así lo he manifestado, que en la estrategia de Guaidó hay deficiencias, sería un error negarlo, pero es también un error y francamente mayúsculo, ir desde la misma oposición contra su liderazgo, cuando es la única voz de la oposición con fuerza y poder de convocatoria. A quienes argumentan que Guaidó ha perdido conexión con el pueblo, se les recomienda ver y repasar, la gigantesca concentración que hubo en Barquisimeto, días después de lo ocurrido en La Carlota, señalado por sus detractores como el inicio de la extinción de su buena estrella, para entender que la fe del pueblo sigue puesta en él como la única tabla de salvación visible.

Sin embargo, vuelvo a repetir, nunca desde el día de su aparición en la escena grande de la política nacional, el liderazgo de Juan Guaidó ha corrido tanto peligro, como en esta hora. Ni cuando sobreestimó su fuerza y la ayuda humanitaria que entraría “sí o sí” se quedó en la frontera, ni cuando desafiando todas las amenazas del régimen regresó al país para seguir con su ruta, ni cuando en la víspera de la “más grande marcha del mundo” –que no lo fue– apareció en La Carlota acompañado por Leopoldo López, ni cuando según sus relatores fue esquivando decenas de alcabalas para cumplir compromisos tanto nacionales como internacionales, su liderazgo enfrentó un peligro tan grande como el que significa haber aceptado ir a Oslo, sobre todo por lo que representan para buena parte de la masa opositora las palabras diálogo y negociación, convertidas por obra y gracia del más torpe extremismo, en palabras prohibidas, cuando en realidad pueden servir para encontrar un camino que nos lleve a ponerle fin pacíficamente a la espantosa tragedia nacional.


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