En uno de los últimos párrafos de la introducción de La acción humana, Ludwig von Mises plantea una interesante relación entre la economía y la moral. En efecto, destaca este autor que la economía “no pretende señalar a los hombres qué metas deben perseguir. Solo quiere averiguar los medios más idóneos para alcanzar aquellos objetivos que otros, los consumidores, predeterminan; jamás pretende indicar a los hombres los fines a que deben aspirar”.

Las palabras de Von Mises tienen hoy más vigencia que nunca. Sobre todo en un entorno como el que circunda la realidad venezolana y la toma de decisiones de quienes por la vía de los hechos detentan el poder y la toma de decisiones en los trazos de precaria institucionalidad que aún subsisten en el territorio venezolano.

Nunca como ahora la política y la economía se han visto entremezcladas en la cotidianidad del poblador local, y nunca como ahora se han empecinado los gobernantes en controlar, subyugar y determinar qué debe hacerse con la acción humana de los venezolanos. El resultado es un estruendoso fracaso a las luces de los cánones civilizatorios, y una victoria encomiable para aquellos que tienen como objeto la sujeción al poder a toda costa.

Por ello es imperativo que al tiempo que los detentadores de poder preconizan las bondades del intervencionismo y de una sociedad estatizada, quienes adversamos a dichas premisas debemos combatirlas abiertamente ilustrando los principios que conforman una sociedad libre y responsable para cada ciudadano, partiendo de la base irreductible según la cual la conjunción de la política y la economía imperativamente deben conducir a la libertad del individuo como un todo.

No se puede, en modo alguno, promulgar una nueva era en Venezuela creyendo vanamente que es posible asegurar la transición bajo un modelo de amplia intervención estatal en la vida humana. Por el contrario, el fortalecimiento institucional del Estado pasará inexorablemente por el fomento de la iniciativa individual y ciudadana dentro de cada uno de los circuitos de poder en la aplicación de las políticas públicas.

Sin temor debe decirse que solo fortaleciendo el poder de decisión de cada habitante del país es que precisamente se podrá construir el camino que conduzca a la existencia de un Estado eficiente en sus funciones. No existe otra alternativa. Repetimos. No existe otra alternativa si se tiene como meta alcanzar algún grado de funcionalidad civilizatoria para Venezuela.

Quienes abracen la idea de facilitar alguna transición o sustitución de la situación de poder actual, para que esta sea reemplazada únicamente desde el punto de vista nominal, pero manteniendo al país bajo la miseria de un Estado omnipotentemente desarticulado, estarán condenando a las tinieblas más oscuras a las generaciones futuras del país. No puede ser este una suerte de ciclo sin fin, condenado a repetirse a perpetuidad.

A la luz de los hechos y la realidad imperante, o se contempla una reformulación completa que permita la maximización de la acción humana bajo libertad, o se sucumbe por completo. Creer que puede dirigirse un país bajo una mentalidad precapitalista o, peor aún, hacer política bajo esas premisas incluso bajo el manto de la oposición, no solo es hipócrita sino un despropósito. Sin miedo y concesiones advenedizas debe reconocerse no solo el fracaso de un modelo –puesto que el hombre no es una rata de laboratorio sujeto a meras proyecciones abstractas– sino la imperativa necesidad de desmontar cuanto antes una cosmovisión de la existencia anclada en un paradigma de pensamiento primitivo y contrario a la racionalidad del ser humano.

No pretende la economía determinar qué fines debe alcanzar el hombre, pero sí ilustrar, al decir de Von Mises, cómo debe comportarse cada ser humano para alcanzar determinados fines. La misma premisa aplica para toda decisión que emane de quienes detentan la fuerza y el poder.  


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