A Maduro se le vino el mundo encima y tiene a todo un pueblo protestando en las calles de Venezuela. Lo que observan más allá de nuestras fronteras, es que aquí se desarrolla una tragedia que no se puede maquillar ni disimular con esos rancios estribillos que se entonan en nombre de estrafalarias revoluciones que han quedado al desnudo, tal como se montó en una tanqueta el joven, Hans Gerhard Wuerich Larios. Tampoco ya se puede decir que quienes protestamos en el país somos parte de una Venezuela dividida entre chavistas y “escuálidos”. ¡No!, es todo un país.

Quiero pedirles que se imaginen el desgarramiento, el dolor y el sufrimiento que provocaría ver a cualquiera de las víctimas, tan inocentes como Paola y Pernalete, o Cañizales o Moreno, perder sus vidas de forma tan absurda. Porque irrazonable se ha vuelto todo bajo el delirio y la locura de los tiranos, que de pronto las contagiadas aguas del Guaire se han convertido en benditas aguas de salvación, un insólito Jordán para nuestros muchachos y ancianos que corrían a refugiarse del plomo y la muerte, mientras el oropel de quienes les disparaban amparados en el poder de la tiranía sudaban por todos sus poros el excremento de un régimen putrefacto.

Ya lo de Maduro es la propia locura. Desata con furia una represión feroz; eso es lo que le queda para tratar de mantenerse donde ya no puede hacerlo sin tambalearse porque lo sacuden las fuerzas de la verdad: hambre, inseguridad y devaluación que transforma en migajas los salarios de un pueblo que no se rendirá ante las bombas. Jamás hubiera creído que nuestra querida Venezuela, dotada por Dios de tantas y tan abundantes riquezas, podría llegar a la severa crisis humanitaria en que hoy se encuentra. Que violando y desconociendo la sagrada palabra de nuestro Libertador, las armas de la república podrían ser usadas no para defender la soberanía, sino para asesinar a sus propios hijos, en insólita y servil obediencia a esos mismos invasores. Al general Padrino le decimos junto a Antonio que la historia es implacable. A pesar de las tragedias ocurridas a lo largo de la historia de nuestra humanidad, siempre ha terminado por vencer el bien sobre el mal, la libertad sobre la esclavitud, la democracia sobre la dictadura. El siglo XX vivió las dos formas más aterradoras de regímenes totalitarios: el comunismo y el nazi fascismo. Hitler y Stalin creyeron que sus regímenes sobrevivirían por miles de años. El de Hitler duró trece años y terminó en el estercolero del terror y el Holocausto. El de Stalin, a los setenta años de campos de concentración y su brutal y sangriento despliegue policiaco, implosionó como si no hubiera existido.


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