El tiempo no hace mella en Marilyn, jefa espiritual de una nación de cinéfilos que nunca dejará de celebrarla. El porqué será siempre parte del enigma y las explicaciones irán desde la ausencia de una sola línea recta en su cuerpo, sus ocurrencias (“Que usa para dormir?” «Channel 5”), sus desplantes frente a los actores y directores famosos (besar a Marilyn fue como besar a Hitler dijo Tony Curtis). Pero lo que la hace inmortal es su fragilidad y, por supuesto, su muerte temprana, que la salvó de la vejez y, nunca lo sabremos, tal vez del olvido. Un dato adicional es que entre chismorreos y pruebas documentales, el mito cruzó la historia y el poder, emponzoñando el idílico Camelot de los Kennedy. Según los amantes de las teorías conspirativas, este descenso de la diosa al mundo fue lo que terminó con su vida. Una versión muy cinematográfica del choque del mito con la historia. Ríos de tinta corrieron sobre su cuerpo pero hay dos biografías que resaltan. La de 1973 de Norman Mailer y la de Joyce Carol Oates, Blonde, ahora vuelta película por obra y gracia de Netflix.

El desafío de todos los biógrafos de Marilyn es precisamente el de bajar el mito a la tierra, hacerla entrar en la historia, despojarla de esa aura de misterio y glamour que solo el cine, y especialmente el cine de la próspera Norteamérica de los 50 podía darle. Para ello no hay más que echar mano a la biografía de la estrella hija de un padre desconocido que buscaría toda su vida y de una madre alienada mentalmente. La película del Neozelandés Andrew DominiK aborda la biografía de forma no lineal y más que a la vida de la actriz, nos asomamos a destellos de la misma, cronológicamente ordenados en lo que podría ser la secuencia de su vida. El libreto se mueve obsesivamente en base a dos núcleos narrativos, la búsqueda del padre y el pánico a la locura. Ambos combinados son el resorte que dispara su ambición. En la medida en que Marilyn se hundía en un mundo frívolo en el cual descollaba, podía soñar con dejar atrás su infancia y juventud miserables. Su belleza la ubicaba por encima de los mortales, porque no era ya la mujer Norma Jean sino la estrella Marilyn y la distancia entre esos dos puntos era la medida de su éxito. Por eso el acierto mayor de la película es hablar del mito Marilyn y de esta fuga. Todos los demás personajes son secundarios (aunque en la vida real es criminal llamar personaje secundario a Arthur Miller o Billy Wilder). Pero la película habla de Marilyn, Blonde, la rubiecita que llevando en sí ese pasado, contradice el diminutivo del título.

El problema es que esta forma narrativa que se extiende por casi tres horas, trae consigo la fatiga y no dice nada que no se haya dicho antes sobre Marilyn. Es cierto que exacerba la brutalidad de los hombres que abusaron de ella, desde productores hasta el presidente de los Estados Unidos, y que traza con habilidad el contraste entre el éxito y la devastación interna de la protagonista. Con un exceso de morbo que los tiempos permiten. Pero se hace larga, muy larga y el espectador tiene la impresión de que otra dimensión, que no fuera el desgarramiento y el patetismo, hubiera podido ser abordado en tanto tiempo. La película eso sí, deja intacto el mito. Aunque la peripecia vital de una actriz sin más defensa que su instinto de supervivencia y su belleza sea un cuento atrapante, no explica, tal vez porque es inexplicable, la magia de su eternidad. La película en realidad, habla más de Norma Jean Baker, que de Marilyn Monroe.

Las estrellas, se sabe, no habitan este mundo.

BLONDE. USA 2022. Director Andrew Dominik. Con Ana de Armas, Adrien Brody, Bobby Cannavale.


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