Con motivo de las pasadas elecciones italianas, una vez más no son los populistas los fuertes, son sus adversarios los que muestran debilidad. Hace un año me pregunté si la ola populista llegaría a su tope en Europa para luego descender. La respuesta hoy es no. Formular la pregunta no era ilegítimo en aquel momento, después del fracaso de la extrema derecha en la elección presidencial austríaca, y los antimodelos que estaban en curso de devenir como el Brexit británico y, sobre todo, la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos, inicialmente percibida como “booster” para los populistas europeos.

La hipótesis del tope del populismo en Europa pareció tomar cierto auge después de las elecciones holandesas, menos influenciadas de lo previsto por el tribuno antiislam Geert Wilders, y, sobre todo, después de la victoria de Emmanuel Macron en Francia contra Marine Le Pen, en un cara a cara en gran parte dominado por la cuestión europea.

Después, fue necesario decantar: escrutinio tras escrutinio, las fuerzas incluidas como pertenecientes a la clasificación “populista”, que son sin embargo muy diversas y poco coherentes entre ellas, no han cesado de progresar. En Austria, adonde pertenecen, sin embargo, a la coalición de extrema derecha en el poder; en Alemania, donde la AfD ha realizado un empujón espectacular hacia el Bundestag (Parlamento), obligando a los dos grandes partidos a una nueva “Groko” (Grosse Koalition), gran coalición derecha-izquierda, que nadie quería inicialmente. En la República Checa, donde el nuevo presidente Milos Zeman se califica a sí mismo como el “Trump checo”.

Italia terminó el pasado domingo de hacer una demostración de que el tope era una ilusión, sumergiendo la tercera economía de la Zona Euro en una crisis política y la Unión Europea en un período de incertidumbres habituales cuando uno de sus miembros importantes entra en dificultades. Apenas en su propio país Marine Le Pen ha encontrado cierta “alegría” al tuitear el domingo en la noche que “Bruselas pasará una mala noche”, queriendo decir que el avance de la extrema derecha indica el futuro incierto de la Unión Europea.

Esta nueva ola de resultados favorables a las fuerzas que uno puede resumir mediante la fórmula “antisistema”, a menudo pero no siempre antieuropeas, permite deducir algunas lecciones: primero: los ejemplos británico y estadounidense no tuvieron impacto en los electores que actuaron en función de sus propias preocupaciones nacionales; segundo: la cuestión de la identidad permanece como una fuente de miedos y de motivaciones de una parte importante de los electores, los empujes de Matteo Salvini en Italia y de AfD en Alemania están directamente relacionados con la cuestión migratoria; tercero: el hundimiento de la socialdemocracia europea, fenómeno que marcó la elección francesa el año pasado, se confirma en Alemania como en Italia, donde el partido democrático de Matteo Renzi se hundió con menos de 20% de los votos.

¿Cómo se llegó al populismo-nacionalismo? Este escenario en la Francia actual no se produce en los demás países europeos, donde se constata por doquier la primera parte de la ecuación: el debilitamiento de los viejos partidos, especialmente de la izquierda socialdemócrata que sufre las consecuencias de su adhesión a la ortodoxia de la economía de mercado sin haber aportado un remedio a la multitud creciente de trabajadores marginalizados: el desempleo llegó en Francia y otros países a superar el 10%.

La ausencia de renovación en la oferta política arrojó debilitamiento de los viejos partidos, que hoy en día son incapaces de responder al triple desafío: primero, el lugar de Europa en la nueva fase de la globalización que se anuncia; segundo, de la transformación tecnológica que conmoverá el mercado de trabajo; y, tercero, el desafío migratorio real o ilusorio percibido por una parte de los europeos como una amenaza a su identidad.

He aquí los grandes problemas que mortifican a Europa y que los viejos partidos para renovarse deberían formular una oferta política imbuida de análisis y soluciones en esas tres fuentes de dificultades. Es más, como ciudadano europeo pienso que Europa, siendo base de la civilización occidental, debería revitalizar su identidad para afrontar el desafío de otras civilizaciones, culturas, sobre todo, la islámica que pretende cuestionar fundamentándose en una lectura arcaica del Corán, las bases mismas del occidentalismo, de nuestra manera de vivir, y de nuestras democracias que buscan justicia y libertad.

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@psconderegardiz


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