La diáspora está integrada por más de 2 millones de venezolanos, cifra que representa aproximadamente 8% de la población. Esta novedosa realidad que crece vertiginosamente y está tallando una nueva geografía de Venezuela, es consecuencia directa de la terrible inseguridad, impunidad y de la devastación económica que ha producido el modelo socialista del siglo XXI. Los atributos congénitos e indiscutibles de ese modelo son: pobreza, escasez y racionamiento.

Esa cantidad de ciudadanos desparramados por el mundo equivale a la de quienes habitan en el estado Carabobo, entidad que cuenta con 9 o 10 diputados en la Asamblea Nacional. Al desagregarlos por regiones encontramos que el número se asemeja al de los ciudadanos que viven en los estados Yaracuy o Nueva Esparta, cada uno con 5 diputados en el Parlamento nacional. Pese a la formidable magnitud de la diáspora y su extraordinario desempeño político, esta no puede participar en las elecciones legislativas, en las regionales o las locales (Venezuela es uno de los pocos países que excluye esta posibilidad): solo puede hacerlo en una elección presidencial.

La diáspora no es inmune a la ruindad de la dictadura, cuyo desprecio por los ciudadanos carece de límites y desconoce fronteras. Su negativa a aceptar la ayuda humanitaria que han ofrecido los demócratas y organizaciones en todo el mundo revela el desprecio por quienes fallecen o sufren de desnutrición, como consecuencia de la escasez de medicinas y alimentos. Los prefieren muertos antes que reconocer su monumental fracaso. Igualmente, desprecia a los estudiantes, jubilados y pensionados que viven en las “nuevas fronteras de Venezuela”, a quienes les niegan el derecho de adquirir las divisas para poder sobrevivir.

El régimen está tercamente empeñado en destruir el valor del bolívar y su capacidad para pagar bienes y servicios. El ingreso de la inmensa mayoría de los venezolanos solo alcanza para cubrir una pequeña porción del costo de la canasta básica, y convertido a divisas, al precio de las únicas que puede adquirir el ciudadano, el salario se sitúa entre 10 y 30 dólares, entre los más bajos de Latinoamérica. Con ese ingreso los jubilados y pensionados no tienen posibilidad de sobrevivir. Hasta en esto calcan a la dictadura cubana.

Tampoco los estudiantes pueden culminar sus estudios por razones similares, imposibilidad de comprar las divisas, y el régimen llega al extremo de incumplir acuerdos bilaterales en el tema de las pensiones, etc. También sufren la situación aquellos a quienes la dictadura convierte en indocumentados. Una cita para acceder a un pasaporte puede demorarse más de un año y sin garantías de que después de concertada le sea entregado el documento. Quienes viajaron al exterior cuando eran niños y adolescentes o los que han nacido fuera de Venezuela no pueden acceder a la cédula de identidad, por lo que también se convierten en indocumentados de su país de origen. Con este gesto hacen recordar la canción “el que se fue no hace falta”.

Los venezolanos de la diáspora, como cualquier ciudadano del mundo, deben producir los recursos para hacer su vida: pago de vivienda, alimentación, transporte, colegio, etc. Son conscientes de que deben acoplarse a una nueva realidad social e institucional, que los obliga a poner en tensión todas sus capacidades y habilidades y toda su disposición a aprender y trabajar duro. Muchos se han convertido en “cirujanos del currículum” para encontrar un puesto de trabajo.

En este esfuerzo se inventan y reinventan, adquieren nuevas habilidades y competencias, incursionan en áreas de trabajo novedosas. Son “resilientes”, pues su actitud es “la de ir hacia adelante después de haber padecido un golpe (Cyrunlik, 2003). No existe el miedo al trabajo porque entienden que este dignifica y de ese modo van construyendo el terreno para su desarrollo personal. En palabras de un amigo que había sido inmigrante en Venezuela, “no podía regresar a su país de origen porque no se podía dar el lujo de fracasar”. Entre esa historia y la de la actual migración venezolana hay una enorme distancia, la nuestra ha sido forzada y forzosa.

Además de trabajar, adelantan iniciativas en el plano político y social. La mayoría de quienes integran la diáspora comprenden y valoran la importancia de las libertades y de la democracia para el desarrollo, y por ello la defienden todos los días. Después de la amarga pesadilla de lo que ocurre en Venezuela son más conscientes de que los espacios no se pueden ceder pues cualquier concesión, por mínima que sea, la aprovechan los enemigos de la libertad. La otra parte, la minoría, está formada por los testaferros y los “empresarios mercenarios y sanguijuela” que pretenden disfrutar de los recursos que esquilmaron a todos los venezolanos.

Ese hurto, cifrado en centenares de miles de millones de dólares, ha tenido un importante papel en la crisis humanitaria que sufren los venezolanos. Se suman a estos, aunque en ocasiones son socios, quienes lideran los carteles de la droga, varios de ellos plenamente identificados o presos en las cárceles estadounidenses. En este terreno la diáspora está haciendo un esfuerzo de documentación de los casos y le ha pedido a los gobiernos de los países de acogida que eviten convertirse en “lavanderías de dinero mal habido”, con el fin de que la justicia pueda actuar y sancionarlos debidamente.

La diáspora participa desnudando la devastadora crisis humanitaria que ha denunciado desde el año pasado el secretario general de las Naciones Unidas. Advierten ante el mundo y ante los organismos internacionales los crímenes de lesa humanidad que ha cometido la dictadura; demandan la libertad de los rehenes políticos, a quienes el gobierno usa como medios de negociación, hacen público los ataques a la libertad de expresión, etc.

Denuncian y presentan la situación de Venezuela. Hablar del país hoy obliga a hacer referencia a las relaciones próximas del gobierno con Irán y los grupos integristas y a las denuncias hechas de representantes del gobierno por sus vinculaciones con el narcotráfico. En esas explicaciones se alude a las estrechas y fluidas relaciones que mantiene con partidos y grupos políticos en México, Francia, Colombia, España, Estados Unidos, entre otros, que remedan los discursos y “eslóganes” del régimen venezolano. En la denuncia del carácter totalitario de estos proyectos políticos, la diáspora participa acompañando a los partidos y organizaciones demócratas en todo el mundo.

La nueva realidad geográfica y política que la diáspora está tallando, obliga a reflexionar sobre la política internacional de los partidos políticos democráticos venezolanos, del Parlamento y de la estrategia unitaria para salir de la pesadilla actual y para la reconstrucción del país.

Un aspecto de la política está referido al tema electoral. La magnitud de la diáspora (8% de la población) puede resultar decisivo en cualquier contienda electoral. Lo demostró el resultado de la reciente consulta popular. Allí el número de votos en el exterior representó aproximadamente 10% del total de los sufragios. Además, muchos ejercen también su derecho al voto en el país de acogida y de esta manera pueden influir en los resultados electorales.

Otro aspecto es el relacionado con los problemas y realidades particulares de la diáspora, algunos de los cuales hemos mencionado, a los que los partidos políticos y el Parlamento deben prestar atención: la necesidad de facilitar la inscripción del mayor número de venezolanos en el registro electoral, los temas de las solicitudes de asilo y de aquellas que han sido denegadas, la situación de los venezolanos en situación de calle, la de un régimen que convierte a sus ciudadanos en indocumentados, por solo apuntar los temas más descollantes.

La diáspora contiene un inmenso potencial para el proceso de recuperación de la democracia y la reconstrucción del país. Para ello es necesario comenzar a pensar y diseñar políticas públicas que favorezcan y posibiliten su participación. Afortunadamente, contamos con los más importantes: su interés y compromiso en ser partícipes de esa transición a la modernidad y la decencia.

Las razones esbozadas sirven para justificar la necesidad de reflexionar acerca de la urgente obligación de asegurar una mejor coordinación, un mayor reconocimiento y articulación de la diáspora en el despliegue de una estrategia internacional. Es conveniente que la política que se ponga en marcha cuente con el respaldo y la capacidad multiplicadora de centenares de miles de embajadores en todo el mundo. Sumar voluntades hace más efectiva la política y evita ruidos innecesarios que la afectan negativamente. Asimismo, es importante incluir, por las razones expuestas, la realidad de la situación de la diáspora en la estrategia internacional e incorporar su potencial en el proceso de reconstrucción de Venezuela.


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