Mi amigo el ex ministro de Defensa siempre fue un hombre pacífico, incluso en los bretes juveniles en que irse a los puños era precisamente lo que se buscaba y se quería. Al contrario de quienes estaban siempre azuzando y poniendo a los otros a pelear, su afán era servir de mediador y alardear luego de que había evitado una coñaza o quizás una matazón. Su carácter conciliador tuvo una fugaz aparición pública cuando, ya en su situación de militar retirado, fue testigo de la segunda rendición de Hugo Chávez el 11 de abril de 2002. En las pocas tomas que se transmitieron por televisión se podía distinguir su cara de sorpresa, sus ojos sorprendidos, su boca bien cerrada y su chaquetica de domingo por la tarde.

No sé si ha sentido ganas de echar el cuento completo fuera del entorno familiar y de las amistades más cercanas. Siempre fue un buen cronista, sabía aliñar los acontecimientos y las anécdotas que había presenciado o vivido. No exageraba, pero bordeaba peligrosamente la exageración con un manejo envidiable del suspenso y del tiempo, tan primordial en la narrativa. Nadie imaginó que escogería la carrera militar. Se le veía más como político o como jefe de recursos humanos. Llegó, como se lo había propuesto, al puesto más importante de su carrera, pero hasta allí le duró la ambición. Desde aquella aparición momentánea como testigo de excepción se ha mantenido de bajo perfil, lejos de los medios, de las estrategias comunicacionales y de la política.

Dicen los académicos que los militares saben mejor que nadie que las balas matan y quizás por ese conocimiento privilegiado son los que menos alardean de su poder de fuego, aunque algunos anden fanfarroneando con la pistola al cinto. En los sucesos en los cuales la política incluye grandes movilizaciones de masas, protestas enardecidas, furiosos defensores de la libertad y el convencimiento de que lo único que se puede perder es la vida, los militares saben que están derrotados, que precisamente su mayor desventaja son los tanques, los cañones y los fusiles rusos que están al alcance de cualquiera.

En ningún momento de la historia, ni siquiera en las etapas más salvajes, las matanzas de civiles han honrado a los militares, mucho menos les dan ventajas en el campo de batalla. Lo supo José Tomás Boves hace 200 años, los jefes de la Legión Azul que ordenaron el bombardeo de Guernica y también los jefes de las tribus enfrentadas en Ruanda a finales del siglo XX. Ahí no se cuentan los cañones ni las ventajas tácticas y estratégicas, pero sí que el mundo, la civilización los está observando milimétricamente. Los genocidios, los asesinatos en masa, no prescriben y no necesariamente se pagan en el paredón, una pena liviana.

La última gran matanza televisada la cometió en 1989 el gobierno comunista chino en la plaza de Tiananmén. El régimen logró sobrevivir, pero es muy poco probable que algo similar se repita si hubiese una protesta similar. Esa mancha está ahí y aparece cada vez que Pekín necesita que nadie se acuerde. Aquel hombre diminuto y firme ante tres enormes tanques en fila reduce a la nada todas las operaciones antimotines y salvajadas aprendidas en los campos cubanos de terrorismo y subversión. Esa vida si se pierde no sería una estadística, sino una tragedia, Stalin dixit.

Lo militares saben que la primera condición para ir a una guerra es tener la certeza de ganar, de lo contrario no se arriesgan y evitan las bravuconadas y falsos movimientos. Han pasado16 años desde los sucesos en que por enésima vez los militares venezolanos se colocaron del lado equivocado al impedir, uno y otro bando, que los acontecimientos siguieran su camino natural, el que se había trazado en la calle, que es donde los ciudadanos ejercen la soberanía cuando les desconocen el voto y les restringen la libertad. Los sucesos de las fechas históricas no se repiten, pero dan lecciones y ánimo, seguridad de que estar del lado de la libertad no es una ganancia vana. Escribo memorias a militares equivocados. Hagan su cola.


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