El viernes salimos de noche en una ciudad desierta. Queremos ir al cine para abstraernos un pelo.

Hay fuego alrededor del centro comercial. Las imágenes cercanas recuerdan el filme de mayo del 68, Los amantes regulares.  La necesidad de protestar contra la dictadura nos interpela en cada esquina. Difícil mirar para otro lado, fingir demencia.

Los manifestantes queman basura a la altura de la entrada de La Carlota. La represión salvaje exige portar máscaras para ocultar la identidad. Pensamos en las semejanzas estéticas con la serie Purge.

El Millenium cierra sus puertas. Abortamos la misión. Otro día será. Aceptamos las condiciones del contexto y las comprendemos, sin satanizarlas. Preferimos entenderlas en último caso. Es mejor.

Comemos pizza en un restaurante semivacío de Chacao. La modestia del local contrasta con la lista de precios. La dolarización de la carta, en un local austero, certifica la cubanización de Caracas, a consecuencia de la pésima gestión del tirano Nicolás Maduro.

Pocas mesas ocupadas por la crisis económica. Huele a La insoportable levedad del ser con los avatares del existencialismo en tiempos de decadencia socialista.

Imaginamos algún sistema de rodaje para captar la urgencia del momento. Trazamos el bosquejo de una no ficción utópica de la resistencia. Soñamos filmar la pesadilla con recursos acordes a la situación del país: apenas una cámara, un actor, un guion escrito sobre la marcha, cero parafernalia técnica, un relato ambiguo dedicado a la normalización del caos y el derrumbe de la quinta república como telón fondo.

Ahora, estimamos, la temperatura de la calle debe palparse en la pantalla. Los métodos de la guerrilla y el neorrealismo parecen adecuados para plasmar los acontecimientos de las jornadas de lucha. A falta de opciones así en la cartelera, Instagram y las redes difunden contenidos audiovisuales de vocación disidente, acoplados a los cánones de la producción documental.  Son videos de una alta definición, grabados con telefonía inteligente.

Sin censura, como corresponde, las cámaras digitales le ponen un lente de aumento a los crímenes de lesa humanidad perpetrados por los agentes del Plan Zamora.

Los comunicadores emergentes toman la palabra y denuncian a los matones de la gendarmería oficialista. De forma valiente exponen el pellejo, corren riegos, se la juegan en cada choque con la policía. Algunos por fama, gloria y obtener la recompensa de los likes. Admiten la comparación con los largometrajes Nerve y Nightcrawler. La mayoría opera por la obligación ética de informar para responderle al cerco mediático de los canales chavistas.

Los críticos comentan y discuten los retratos del Guardia Nacional Bolivariana, teniendo un gesto de bondad con la monjita. Todo luce tan falso como la fallida campaña de Pepsi.

Los ciudadanos ejercen la contraloría social del torrente iconográfico en boga. Por tanto, los filtros del Estado son inútiles cuando el público aprende a discernir y a separar el grano de la paja.

Finalmente, logramos ingresar a la sala oscura. Disfrutamos de Día de héroes, la nueva obra maestra de Peter Berg.

Le encontramos parecidos razonables con Venezuela. Reconstruye un atentado y la manera de superarlo a través de la resiliencia, de la unión de las multitudes en oposición al terrorismo de una minoría extremista.

La integración es indispensable para poder recuperar la democracia. Juntos vamos a resolver el conflicto de nuestra historia.   


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