Las obsesiones terminan por desfigurar la realidad. Cierran toda posibilidad de explicaciones e, incluso, de evidencias. Sirven ciegamente como discurso político para responsabilizar del propio fracaso a causas u actores externos.

La dependencia norteamericana del petróleo venezolano y la intención abierta o soterrada de ese país de apoderarse de las riquezas de Venezuela es una de esas obsesiones que, a falta de argumentos reales, esgrime cierto liderazgo sobre todo en sus momentos difíciles. Sirve bien para despertar fantasmas y alentar reacciones emocionales. El discurso oficial sobre este tema, muy apegado a los resabios del siglo XX aunque se declare lo contrario, parte de falsas premisas e intenta desfigurar la realidad de la política y de las preocupaciones mundiales en este siglo XXI.

Gracias a los avances tecnológicos en materia de exploración y producción petrolera, Estados Unidos es hoy el mayor productor de petróleo del mundo. Algunas de sus refinerías de la costa del golfo se alimentan, es verdad, con crudo pesado venezolano, cuyo volumen se ha ido reduciendo precisamente por la enorme caída de la producción registrada en Venezuela en los últimos años. Una mayor reducción de suministro venezolano no representaría para Estados Unidos un problema estructural. Sería, sí, un problema coyuntural con soluciones a la vista, no solo por la posibilidad de acudir a su reserva estratégica sino también al petróleo pesado de la provincia canadiense de Alberta.

Como ha recordado recientemente Daniel Yergin, una autoridad en energía, política internacional y economía, premio Pulitzer por sus libros The Prize y The Quest, Venezuela tiene ciertamente las reservas probadas de petróleo más grandes del mundo, pero su producción es cada vez menor, una décima parte de la de Arabia Saudita e inferior a la del estado de Dakota del Norte. Habría que añadir que esas enormes reservas, especialmente de crudo pesado, no son para este momento monetizables, y no lo serán sino por un gran programa de desarrollo y enormes inversiones, exactamente lo contrario de lo que está ocurriendo ahora. Para el ingreso de divisas a Venezuela, el mercado norteamericano, por otra parte, sigue siendo de vital importancia. Las exportaciones venezolanas de petróleo se dirigen mayoritariamente a ese país (41%) y solo 25% a China, 22% a India y 12% a otros compradores más pequeños, con la observación de que las entregas a China sirven básicamente para ir cancelando la millonaria deuda adquirida con ese país.

En estas condiciones no es razonable pensar que la atención mundial sobre Venezuela obedezca a la necesidad o la apetencia norteamericana del petróleo venezolano. Se ha dicho en todas las instancias y responde a una gran corriente mundial que esa preocupación debe atribuirse con fundamento a dos realidades. Por una parte, la crisis humanitaria que sufre Venezuela, la emigración y los problemas que genera en la región. Por otra, la defensa de los derechos humanos y de los derechos ciudadanos como las libertades de expresión, de opinión, de asociación y de reunión pacífica, seriamente conculcados por la persecución a la disidencia.

A la gran mayoría de los países que han puesto su atención en Venezuela les preocupan las violaciones de la Constitución, las repetidas ilegalidades en los comicios electorales, la falta del principio fundamental de la separación de poderes, la penetración del narco-poder y de la delincuencia organizada, el aliento al terrorismo. Eso es lo que inquieta a los líderes en todos los continentes. Es lo que en Estados Unidos une a demócratas y republicanos. Es lo que justifica sus llamados a una vuelta al Estado de Derecho y a condiciones mínimas para unas elecciones libres y creíbles.

Venezuela es hoy, como nunca, centro de atención en el contexto geopolítico mundial. Y no, como pudo haber sido en el pasado, por su petróleo. Hoy en el mundo se juega más por el ejercicio verdadero y el fortalecimiento de la democracia y de los valores en los que se sostiene. Y ese es también el clamor de Venezuela.

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