José Antonio Ramos Sucre es un nombre que debería estar en la boca, en la memoria y en el ánimo de los niños venezolanos cada día. Seguramente hay un porcentaje muy alto de ciudadanos a quienes este nombre no les dice nada; de hecho, lo comprobé con un sencillo experimento: En una de mis visitas a casa de mis padres, en Valera, solía ir hasta un Farmatodo cercano a comprar el único capricho que me podía permitir, un paquetico de Cocosette que devoraba en mi cuarto con secreto y gozoso egoísmo. Cuando lo pagaba, por una de esas leyes que solo se les ocurren a los funcionarios más mediocres para disimular su incompetencia y hacer más difícil la vida de la gente, tenía que dar mi nombre y mi número de cédula a la cajera. En algún oscuro archivo del Sebin debe de haber una ficha mía en la que se detalla cuántos Cocosette me he comido en Valera, dato fundamental para evitar toda clase de magnicidios y para salvar a la patria de la perfidia del imperio, cómo no. Pues bien, como me aburría dar el mismo nombre cada vez que iba, se me ocurrió poner a prueba los conocimientos de la muchacha: la primera vez, inocente, le di mi nombre; pero las siguientes fui Julio Cortázar, Rómulo Gallegos, Rufino Blanco-Fombona, Rafael Bolívar Coronado y José Antonio Ramos Sucre. Tuve la tentación de decirle que me llamaba Teresa de la Parra o Ana Enriqueta Terán, pero una como prudencia me impidió dar ese paso decisivo para mi identidad.

Cuando regresaba a mi casa disfrazado de Ramos Sucre, un poco triste pensé que la muchacha que sin saberlo cada noche le vendía Cocosette a un escritor distinto, representaba el fracaso de la educación en nuestro país y el fracaso de toda una arquitectura de pensamiento que tiene en el español su esqueleto. Quizá si le hubiera dicho que me llamaba Tom Hanks o Mark Zuckerberg o Justin Bieber habría descubierto el engaño fácilmente, pero los nombres de los escritores en español a ella le parecieron perfectamente adecuados y, valga el oxímoron, anónimos; pedestres, al fin y al cabo. Y aquí queda demostrado que lo que no se nombra no existe, incluso cuando lo nombras, porque nadie lo sabe. Ya en su momento había escrito Ramos Sucre, ese poeta que untó con su severo pero brillante universo a casi todos los poetas venezolanos del siglo xx, que «un idioma es el universo traducido a ese idioma», esto es: cada palabra que decimos, cada frase reproduce el cosmos, que también se puede reproducir con otras palabras y seguir siendo lo mismo: agua, watervandjurvízacquaνερόvody: y sigue siendo el mismo líquido que nos da la vida. Para Ramos Sucre, políglota empedernido, la multiplicación de los idiomas en su cabeza era la posibilidad de abrir nuevos espacios del mundo, algo que deberíamos imitar si acaso levemente, para asegurarnos una manera de estar en el universo más cosmopolita, menos campurusa, más tolerante.

Pero también creo que si no usamos la lengua que hemos heredado de nuestros padres dejamos abierta la puerta para que otro, en otro lugar, piense por nosotros, en otro idioma y quién sabe con qué intenciones. No se trata de ser refractario a la riqueza de los idiomas, se trata de sacarle el mayor partido posible a la lengua que nos es más cercana (existen personas afortunadas que tienen dos y tres lenguas maternas; esos han sido tocados por la gracia). En el caso del español, la lengua que hemos tenido la suerte de heredar gracias a las vicisitudes históricas, pensar se convierte casi en una obligación. Nuestra lengua, la segunda más extendida del mundo, se enfrenta a retos en los próximos cien años que deberíamos ponderar si es que queremos que nuestros descendientes puedan leer y reír con Don Quijote, tal como lo hicieron nuestros abuelos, nuestros padres y muchos de nosotros. Y una manera eficaz para enfrentar el reto del español es, de tan sencillo, alarmante: pensando. Qué sea eso de pensar no es momento de definirlo aquí; lo que debe quedar claro es que, hoy en día, pensar en español es una obligación de todos nosotros y más aún de los que tenemos el oficio de la palabra como profesión, pues una de las formas más relevantes del acto de pensar en español es la de adquirir consciencia de lenguaje, es decir, la de aprender a discurrir con las palabras que usamos al hablar o al escribir. Parece un ejercicio fácil, y lo es; pero no, no lo es: pues es ejercicio que requiere constancia para hacerla una costumbre que se convierta en hábito ineludible. La consciencia del lenguaje ha de ser a nuestro pensamiento lo que el cepillo de dientes a nuestra boca: un visitante regular e ineludible. Eso, claro, si no queremos que la caries de la confusión y la ignorancia se coma las palabras con que traducimos el universo a nuestro hermoso idioma y terminemos vendiéndoles Cocosette a Julio Garmendia, Gustavo Díaz Solís o José Balza, ignorantes de que son los guardianes de un mundo en el que vivimos, más que mudos, ajenos, como las piedras.


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