Suspiramos, como buscando esa bocanada de aire, para alargar nuestra vida, truncada por los ataques devenidos por el estado avanzado de represión. En cada inhalación, proyectamos los recuerdos, como una forma de repasar la existencia y así poder despedirnos del régimen de libertades, de lo que fue una democracia, con sus altibajos, envidia de toda la región. Es una manera de dejar un legado, a pesar de haber sido mancillada los últimos 17 años.

Esta historia comienza en 1998. Cuando Venezuela toma la decisión de dejar el bipartidismo, la llamada cuarta república, fundamentada en el Pacto de Puntofijo, firmado el 31 de octubre de 1958 entre los partidos políticos Acción Democrática (AD), Comité de Organización Política Electoral Independiente (Copei) y Unión Republicana Democrática (URD), que fijaban los lineamientos de gobernabilidad a raíz de la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.

Sin embargo, el desgaste de los partidos tradicionales, la resistencia al cambio de líderes históricos, la estructura paquidérmica e inoperante del Estado, que no daba respuestas a la gran demanda de necesidades de la sociedad, fue uno de los detonantes para dar comienzo a una nueva etapa, envuelta en una aventura con ribetes de violencia, encabezada por un militar, golpista del 4 de febrero de 1992, que con su verbo encendido y su propuesta de cambiar lo malo por algo mejor, se erigió en una alternativa para muchos venezolanos decepcionados y hambrientos de una real democracia.

El país necesitaba un cambio y la nación le dio la oportunidad a Hugo Chávez (RIP) para que los realizara. No obstante, a pesar de su carisma, su supuesta buena voluntad, sus confesiones que no iba a implantar ni socialismo ni comunismo, que no iba a proceder a expropiar ni nacionalizar empresas, que respetaría las libertades económicas y, además, que no buscaba eternizarse en el poder, todo se convirtió en una gran farsa. Todo fue un engaño. Luego de instaurar una mentira, comenzó el camino hacia el culto a la personalidad, el gendarme necesario, la reencarnación de Simón Bolívar, el ungido para sacar a la nación de las tinieblas, y lo que hizo fue hundirla en la peor de las miserias.

El nuevo milenio impulsó a los compatriotas en la construcción y consolidación de un sueño para edificar una nueva patria. Nos vendieron y muchos compraron esa realidad, una naciente Constitución, creación de mejores poderes públicos, sumado a un cambio en la idiosincrasia del venezolano, que a pesar de todo lo nuevo pasamos de la tolerancia a la discriminación y descalificación del que piensa diferente. El camino de un megalómano, donde su mayor anhelo era ser elegido de forma indefinida, nos indicaba que íbamos derecho a cimentar la peor pesadilla.

Pero el fin último fue polarizar a la sociedad, dividirnos. Sembraron odio para luego cosechar rabia, intolerancia y miedo. Pusieron en marcha la peor maquinaria de exclusión política a través de su lista Tascón y la lista Maisanta, porque no querían ser contaminados con ideas democráticas. Persiguieron, acosaron y encarcelaron, mientras otros tuvieron que huir del país.

Manejaron cantidades astronómicas de dinero, pero la corrupción por un lado y la ineficiencia por el otro, sumieron al país en la escasez de alimentos y medicinas, altos índices de inflación y una devaluación galopante.

Con su indolencia, propiciaron la inseguridad. Con su palabra, patrocinaron insultos. Con sus abusos, favorecieron el temor. Ahora la nación está sumergida en incertidumbres.

No hay diálogo. No hay comunicación. No hay entendimiento. Lo que importa es que prevalezca una visión de país sobre la otra, eso sí, esbozando ideas estúpidas y un aplomo brutal para proponerlas y sostenerlas.

Estamos como al principio, es decir, suspiramos, para buscar esa bocanada de aire que nos ayude a seguir vivos, pero sin tener posibilidad alguna, por ahora, de cambiar nuestro futuro.


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