El pasado jueves 21 de septiembre se conmemoró el Día Internacional de la Paz, establecido en el año 1981 por la Organización de Naciones Unidas, con el propósito de “conmemorar y fortalecer los ideales de paz en cada nación y cada pueblo y entre ellos”. Entre nosotros debió haber sido la ocasión para pensar en un tema que, seguramente, es el más importante que confrontamos actualmente como sociedad.

El país, se sabe, está surcado por la violencia, acompañada por la impunidad, su hermana siamesa. No sé si exagere, pero pareciera que vivimos en un estado generalizado de violencia crónica. Es nuestra experiencia central de vida, asumida en buena medida como una estrategia de supervivencia, y expresada en diversas formas, por encima de las que resultan más visibles, por ejemplo, las registradas en los homicidios, cuyas estadísticas dan vértigo, pero que representan apenas una proporción pequeña con respecto a otras manifestaciones del mismo fenómeno. Es (¿vuelvo a exagerar?) una violencia de todos contra todos, que cada cual ejerce según sus capacidades y necesidades.

La violencia ha penetrado todos los escenarios de la vida individual y social. No es solo un recurso extremo del que se echa mano en situaciones límite, sino una forma común de relacionarnos, el medio para las transacciones nuestras de cada día, para zanjar diferencias y conflictos. Es una cultura, ayudada por reglas de juego perversas. Se nos extravió la ley y ahora todos nos encontramos sin paraguas ante ella, cualquier cosa le puede ocurrir a cualquiera. La nuestra es, hoy en día, una sociedad inhóspita y agresiva, mal tejida, precaria desde el punto de vista funcional. Un amigo antropólogo sostiene que deja ver visos de barbarie (¿será que él también exagera?). A todas estas, el Estado se ha vuelto incapaz de satisfacer las demandas de paz. Pareciera desentendido de ellas y cuando las encara lo hace de manera equivocada. Por si fuera poco, invocando razones difíciles de entender, cedió, además, el monopolio de la violencia, un rasgo esencial, según los sociólogos, de la convivencia civilizada.

El país se ha desfigurado, se encuentra moralmente agrietado. Reconstruir nuestra sociedad, ladrillo a ladrillo, y organizar la vida colectiva en torno a otros valores y normas, a partir de la percepción del país como casa común, tal es la impostergable y complicada tarea que debemos realizar. Se trata, en fin, de establecer la paz del país consigo mismo, expresión que, si no recuerdo mal, se la leí a Juan Rulfo, el gran escritor mexicano.

Harina de otro costal.

No es la primera vez que sucede en la UCV, tampoco la última. Es tan solo la penúltima, si hemos de hacerle caso a como están hoy en día las cosas. Nada hace pensar, así pues, que no volverá a ocurrir. Digo lo anterior porque durante el período vacacional fue desvalijada la Facultad de Humanidades y Educación. Una nota de la semana pasada hablaba de un hurto equivalente a 1.000 millones de bolívares y de la imposibilidad de reparar el daño ocasionado, dados los recursos disponibles.

El saqueo en el medio académico es un rasgo más que se suma a la falta de profesores y de científicos, al deterioro de la infraestructura, al déficit presupuestario, a las medidas arbitrarias e ilógicas del gobierno, a la deserción de estudiantes y a otras cosas más, hasta completar el dibujo de una situación crítica que perjudica no solo a la UCV, sino también a las principales universidades del país

Cualquiera que mire hacia el futuro, que se encuentra ahí mismito, a la vuelta de la esquina, entra en pánico al observar que el mundo de nuestros días se va armando en torno a las grandes transformaciones tecno-científicas, producto de la integración de lo físico, lo biológico y lo digital y con repercusiones radicales desde el punto de vista social, económico, ambiental, jurídico, ético y hasta religioso (aunque de esto último se hable un poco menos). Uno se asusta, digo, porque mientras esto ocurre, nuestras universidades ocupan buena parte de su esfuerzo institucional viendo a ver cómo se reponen unos aparatos de aire acondicionado que fueron robados.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!