Una amistad sin fronteras/Green Book ganó inesperadamente el Oscar a la Mejor Película, contra la favorita Roma.

Ya hemos anotado que el Oscar es un tío caprichoso, al que solo puede aplicarse una lógica retrospectiva. En este caso, después de los triunfos sucesivos de Birdman, en 2015 y Revenant, en 2016, del mexicano Alejandro González Iñárritu, seguido dos años más tarde por el de La forma del agua, de Guillermo del Toro en 2017, es posible que aún la muy antitrumpista California, considerara que ya estaba bueno de mexicanos, por muy talentosos y merecidos que fueran.

Es solo una de tantas explicaciones posibles, pero en todo caso ahí está Peter Farrelly con su Oscar. Un crédito extraño, si tenemos en cuenta que buena parte de su obra, una serie simpática e intrascendente de comedias tontas, fue a medias con su hermano Bobby.

La película parte de una historia real. Cuando se nos aclara que un film se basa en una película real se nos invita al mismo tiempo a desconfiar y a buscar el mayor o menor grado de respeto por lo que realmente ocurrió, como si importara. Según esta, un matón simpático es contratado en los albores de la década de 1960 para conducir y proteger a un renombrado pianista afroamericano que no tiene mejor idea que recorrer, como parte de un trío de música clásica, los estados del midwest estadounidense. Los datos importantes aquí son dos. En 1962, el año en que transcurre la acción, la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos ha cogido impulso, Kennedy está en la Casa Blanca, su hermano es fiscal general y la lucha, bajo la dirección de Martin Luther King, es aún cívica y pacífica, sin los desvíos violentistas que vendrán sobre el final de la década. Eso no hace menos temible la amenaza blanca. El segundo dato, que da título al libro, es el famoso Libro Verde, en realidad The Green Book Motorist Guide, una guía de hoteles para los choferes de color. La inversión de roles, más allá de las buenas actuaciones de Viggo Mortensen y del impecable Mahershala Ali, es la verdadera protagonista de la acción,como disparador de todos los gags que esta vez, el director Farrelly, maneja con sutileza. Porque en esencia, la película da cuenta de dos choques a niveles distintos. Por un lado, es el choque de culturas, con los prejuicios impresentables del racismo del sur, que permea a la muy culta New York. Por otro lado, los dos protagonistas son ejemplos, uno ejecutor, el otro, víctima de esos prejuicios con el agravante de que el pianista es homosexual, distinguido y digno, probablemente el polo opuesto de su chofer, grotesco y rápido con sus puños. Por supuesto que terminarán siendo amigos, dato que el “basado en una historia real” valida más allá de la película.

No es nuevo el esquema. Sidney Poitier y Tony Curtis eran dos reclusos encadenados que huían de las furias del sur en The defiant ones (Encadenados, 1958; Morgan Freeman era el chofer de Jessica Tandy en Manejando a Mrs. Daisy y la lista es larga porque la industria que, en el fondo es liberal por californiana o viceversa, siempre buscó apuntalar las posiciones progresistas. Y para cerrar el círculo se le puede negar el Oscar a la favorita Roma, pero no está de más recordarle a Trump, que considera que entre los neonazis racistas hay también buenas personas, que Hollywood se cuenta entre los tolerantes.

Green book se ve con alegría. Parafraseando el comentario de Borges sobre algún escritor que consideraba meritorio, es un film agradable, se lo puede ver sin ningún tipo de peligro.


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