La versión oficial del desastre generalizado que estamos sufriendo, repetida una y otra vez, por los voceros del régimen, es que la “derecha”, vale decir, la porción ampliamente mayoritaria del pueblo venezolano que repudia al chavismo, sabotea el proyecto de la “revolución bolivariana” y del “socialismo del siglo XXI” y ha desatado una guerra económica contra el país apoyada por sus cómplices foráneos, especialmente por el imperialismo norteamericano, eterno depredador de las riquezas de América Latina.

Con esa mentira pueril, con una abundante y costosa propaganda y con el culto a la personalidad del fallecido presidente Chávez, el régimen intenta impedir que se generalice la ya extendida convicción de que la catástrofe que estamos viviendo los venezolanos es el auténtico e indiscutible legado del comandante Chávez.

Chávez no fue un Gandhi ni un Mandela, ni tampoco el dechado de excelencia ni el benefactor que la propaganda oficial divulga constantemente por los medios de comunicación mayoritariamente controlados por el Estado. Chávez fue incapaz de unir a los venezolanos alrededor de un verdadero proyecto nacional. Fue un líder improvisado, portador de una propuesta unilateral de carácter personal y excluyente. Fue un dirigente prepotente y caprichoso, producto de una coyuntura fugaz, que destruyó la democracia y desmejoró dramáticamente las condiciones de vida del pueblo venezolano. Sin tener para nada los quilates del Libertador, no disimuló su pretensión de equipararse con él.

Desde el inicio mismo de su gestión presidencial manifestó su desprecio por la meritocracia, por la preeminencia de los mejores, de los más preparados, de los más inteligentes y de los más esforzados. Nunca admitió a su lado a nadie que pudiera descollar por su talento y su capacidad, a nadie que pudiera hacer alguna sombra a su desmedido ego. En vez de apuntalar su gestión con los más capaces y preparados servidores públicos, se rodeó de un voluntariado fanático, alienado ideológicamente, intolerante y arbitrario, más propenso a destruir que a construir. Nunca será olvidada en Venezuela y el mundo aquella grotesca imagen de Chávez, silbato en mano, y en cadena nacional de televisión, echando del trabajo a los profesionales y técnicos más valiosos y con más experiencia de la industria petrolera. Hoy, con una producción altamente disminuida y con una industria destartalada, estamos pagando muy caro aquel desbarre del comandante.

Chávez, quizás por primera vez en la historia de Venezuela, tuvo a su disposición los medios necesarios para realizar una obra grandiosa: el mayor poder político de todos los tiempos, una Constitución hecha a su medida, sin oposición organizada, con recursos fiscales superiores a la suma de todos los devengados por los gobiernos anteriores, gran apoyo popular y amplio reconocimiento internacional. Todo ese capital fue echado por la borda en aras de una revolución y de un socialismo cuyos fines y límites jamás fueron definidos ni sometidos a consulta de ninguna clase.

Del desastre nacional que estamos viviendo debemos culpar, en primer lugar a Chávez, y en segundo lugar a Maduro por haber seguido los pasos del primero sin apartarse ni un ápice del camino trazado, pese a que a la muerte de aquel eran ya evidentes los daños que se estaban causando a la nación. Quienes todavía veneran a Chávez, honesta pero equivocadamente, sin detenerse a pensar lo que realmente fue y lo que en definitiva significó para Venezuela, posiblemente vivan lo suficiente para sufrir el profundo desengaño que les producirá el veredicto final de la historia en relación con el personaje y su obra.


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