1938: Winston Churchill al primer ministro británico Arthur N. Chamberlain, pacifista neutral frente al nazismo: “Un apaciguador es alguien que alimenta al cocodrilo esperando que se coma a otro antes que a él”. Un año después: “A nuestra patria se le ofreció la humillación y la guerra. Ya aceptamos la primera, ahora tendremos guerra”. Esa justa rebelión se postergó con pactos, de allí su saldo genocida.

1985: bajo la amenazante presión internacional, el gobierno del apartheid le ofreció la liberación a Nelson Mandela si renunciaba a su larga lucha contra la segregación racial. Y su respuesta fue: “¿Qué libertad se me ofrece si sigue prohibida la libertad de la gente? Solo con hombres libres se puede negociar”. El resto es capítulo central para historiar la efectiva dignidad libertaria del siglo XX.

1988: por parecido motivo, el poder comunista polaco insistió en comprar la fija oposición de Lech Walesa varias veces liberado de la prisión, pero él nunca cedió al chantaje y su firmeza logró la legalización del sindicato Solidaridad más el sufragio libre para elegir un nuevo Parlamento con representación mayoritaria de los trabajadores. Así comenzó la caída del muro berlinés.

1963: mucho antes en Estados Unidos se creó un abismo definitivo entre aquel “Yo tengo un sueño”, frase del tenaz dirigente afroamericano Martin Luther King que volvió realidad los derechos civiles de los negros y el oportunismo del “¿Cuánto hay pa’ eso?” de caciques y caudillos bajo cualquier sistema o régimen. En simples términos pedagógicos, nunca pueden acordar un monje vocacional y el chulo profesional pues hay una diferencia básica entre conflicto ideológico de fondo y problema político transitorio, entre exigir libertad previa y comerciar por interés individual o de grupo los legítimos y legalizados principios éticos de la nación. En especial cuando de por medio hay toda una sociedad cuyo 90% está enferma por sometida, arruinada, hambreada, vigilada, excluida, torturada, apresada, asesinada, suicidada o expulsada. Momentos así definen el calibre de un líder o liderazgo y marcan esa neta distinción entre negociante y negociador, delincuente y conductor. Lo que separa la negociación del negociado.

Hugo Chávez vendió al país a cambio de que le prestaran la etiqueta castromilitarista “Patria o muerte, venceremos”. Hizo su propio retrato hablado de traficante cuando por la televisión le preguntó al artista Pedro León Zapata cuánto le habían pagado por una caricatura que lo criticaba. Ladrón que juzgó por su condición y forjó esta delincuencia revolucionaria. La actualidad venezolana exige, pues, una acción definida sin más tardanza, como la de Rómulo Betancourt frente al proxeneta mercachifle Fidel Castro cuando en su visita a Venezuela le pidió negociar el petróleo venezolano para sustentar su empresa de odio contra el imperio yanqui. Escoger entre negociadores no militantes de partidos políticos que intermedien una salida de la narcodictadura previa libertad sociopolítica para recuperar derechos y deberes civiles contra el populismo militarizado, entre la perfectible Constitución vigente o una mafiosa constituyente mundial dirigida por el castrismo neosoviético, entre aceptar la continua invasión guerrillera ya instalada en casi todo el país o sin reservas solicitar la vecina ayuda, humanitaria pero armada y provisional. En esencia, libertad o esclavitud para toda la región.

Lo demás es tarifa de negociados mercantilistas por individuos y/o minipartidos, combustible que en las izquierdas y derechas, en nombre de una falsa democracia soberana, incendian la pradera para beneficio de imperios totalitarios. Y desgracia total de pueblos cada vez más ignorantes y empobrecidos.

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